LAS PUERTAS DEL SOL
A lo lejos se escuchaban nuevamente los gritos de los monos saltando entre las ramas de los árboles, mientras la caravana cruzaba uno de los cientos de senderos que se dibujaban a través del espeso bosque. El viento cálido mecía suavemente las hojas húmedas de los milenarios árboles que nos rodeaban. Mientras el murmullo casi silencioso del río se escuchaba entre los sonidos de la selva. El canto de las aves, los chirridos de las cigarras y el croar de las ranas en el estanque, todo unido en una sinfonía multiforme y al colorido cuadro que se dibujaba frente a nuestros ojos.
Esa era la cuarta semana que llevábamos explorando esos territorios selváticos y aún había provisiones suficientes para varios días más. Pero los guías parecían confundidos y temerosos por algo en particular. De vez en cuando se miraban misteriosamente como esperando que algo se nos apareciera desde lo profundo del bosque. Estaba seguro que no era sólo una sensación personal, tenía casi la certeza que mientras recorríamos esos lugares olvidados, una especie de código se podía ver en sus miradas, sin duda algo les preocupaba.
El grupo avanzaba por la espesa selva, el sol se escondía tras los frondosos follajes, pero ya debía ser cerca de las cuatro de la tarde. El calor era bloqueado en parte por la húmeda selva, pero el sudor nos mojaba por completo la ropa. El grupo estaba compuesto por dos guías, cuatro cargadores, dos arqueólogos, dos botánicos y yo, un aventurero historiador adicto a los viajes. En mi vida había recorrido los parajes más hermosos y los más inhóspitos, los más helados y los más desérticos de toda la tierra. Siempre había un motivo para salir a explorar esta bondadosa tierra.
Éramos once personas inmersas en la selva espesa casi inexplorada, pero muy bien conocida por nuestros nativos compañeros. En nuestro peregrinar encontramos muchas especies de animales que nunca habíamos visto, todo el entorno sobrepasaba con creces todas mis expectativas. Aunque después de cada agotadora jornada, mis piernas ya no eran capaces de moverse un centímetro más. Al menos yo no roncaba como lo hacía el doctor que nos acompañaba, Frank Dalton, un inglés que tenía un doctorado en botánica y estaba recopilando muestras de especies nativas.
Intentar describir la vegetación que nos rodeaba era algo muy difícil, cosas como esas sólo las había leído en libros de botánica y aún así se quedaban cortos en muchos detalles, todo era maravilloso. Los sonidos, el aire y el clima eran algo inimaginable, sin duda esa era una experiencia extraordinaria y única.
De un instante a otro, mientras seguíamos avanzando por esos parajes y el sol de la tarde comenzaba a descender en la lejanía, se produjo un desolador silencio, seguido de un estruendo que obligó a las aves a volar de los árboles. La tierra comenzó a temblar y los animales corrían despavoridos como una enloquecida estampida, mientras nosotros nos afirmamos de lo que podíamos. Después de largos segundos de movimiento, que mas bien nos parecieron interminables minutos, todo se detuvo y la calma volvió otra vez.
Nuestros guías y los cargadores de la caravana estaban de rodillas en el suelo, dando gritos y levantando las manos al cielo como una oración desesperada. Uno de ellos se levantó diciendo:
—Ustedes no son bienvenidos en estas tierras. Deben irse lo antes posible, antes que suceda algo peor...
Sus palabras me hicieron dudar por un minuto de la continuidad de nuestra expedición; pero el espíritu que nos unía era el de enfrentar toda clase de peligros y a lo desconocido. Así que después de discutirlo entre todos, continuamos caminando contra las advertencias de nuestro guía nativo. A no poco de andar, desde el espesor de los árboles se escuchó un zumbido y uno de los exploradores cayó al suelo; luego varios zumbidos más surcaron el aire y a cada uno de nosotros nos llegó un dardo que nos derribó en cosa de segundos. El pinchazo apenas lo sentí en la piel, pero casi inmediatamente sentí las piernas pesadas y mi vista comenzó a nublarse hasta que ya no pude sostenerme en pié.
Lentamente mis ojos comenzaron a abrirse y a dejar atrás la oscuridad en la que se habían sumergido, mis brazos estaban adoloridos y al mismo tiempo adormecidos como mis piernas. No sé cuanto tiempo permanecimos inconscientes. Pero desde donde estaba vi como uno a uno fuimos despertándonos atados a gruesos postes de bambú. Cuando al fin pude distinguir las formas más allá de dos metros de distancia, me di cuenta que estábamos rodeados de nativos. Para mi sorpresa sólo cinco de los once que conformaban la caravana permanecíamos allí; no veía a los guías, ni a los cargadores por ningún lado.
Un hombre de la tribu se me acercó hablándome en su dialecto, mientras alguien atrás de mí tradujo cada una de sus palabras. La voz me era familiar y al girar mi cabeza para verlo, me di cuenta que era uno de nuestros guías. Él caminó hacia el frente mostrándose por completo. Estaba vestido como todos en ese lugar; era evidente que él también pertenecía a esa tribu al igual que el resto de los nativos que estaban en nuestra expedición.
Sin darnos cuenta habíamos sido emboscados por ellos, atraídos como moscas a la miel; fuimos seducidos y cegados por la hermosura de esos parajes, atrapados por nuestro propio afán de aventuras. Con un profundo pesar en mi corazón, bajé la mirada muy avergonzado de haber sido engañado tan fácilmente y pregunté:
— ¿Para qué nos has traído a este lugar? ¿Qué ganas tú con tenernos aquí?
Él tomó mi cara levantándola para que lo viera directo a los ojos y me respondió:
—Soy Tiki Samoa, hijo de la tribu Paplinko, guerreros y guardianes de esta selva; protectores del santuario dorado de Las Puertas del Sol. Ustedes han sido traídos a este lugar para saciar la sed de Kulsa, dios y protector de nuestro pueblo y para calmar su ira contra nosotros…
Miles de palabras vinieron a mi cabeza en ese momento, no sabía qué decir, no sabía si gritar de rabia o rogarle por nuestras vidas. Sólo sabía que nada de lo que le dijese lo convencería de soltarnos. Esas eran sus creencias, era su forma de comprender los sucesos de la tierra y nosotros éramos la solución a sus problemas. Sólo esperaba descubrir pronto el alcance de sus palabras tan severas.
Comencé a hablarle del motivo de nuestra expedición, de los estudios que estábamos haciendo y que no veníamos a destruir ese maravilloso entorno. Pero mientras más me esforzaba en explicarle nuestra visión de la vida, más grande era esa sonrisa burlona pintada en su cara. Quizás muchos antes que nosotros hicieron exactamente lo mismo; he intentaron desesperadamente convencerlo de que los liberara ante la muerte inminente.
Al final y muy en el fondo, yo sabía que nada lo haría cambiar de parecer y guardé silencio bajando la mirada otra vez; él levantó mi cabeza señalando a la distancia la silueta de un cercano volcán humeante. Miré a mis compañeros intentando que alguno me dijera algo que explicara nuestra situación, pero nadie entendía nada. Todos estaban tan confundidos y desesperados como yo; ellos ponían sus esperanzas en mí pero yo no podía hacer nada por salvarnos.
Lo que quedaba del día pasó rápido mientras permanecíamos atados a esos postes, sin embargo los nativos nos dieron de comer en abundancia y saciaron nuestra sed. Parecíamos ganado siendo alimentado para el matadero; nunca, desde que habíamos comenzado esa expedición, habíamos comido tan bien como ese día. Había frutas y carnes en abundancia; carne de ave que parecía ser alguna especie de faisán; la inconfundible carne de jabalí, que yo ya había probado en otras ocasiones y frutas muy jugosas que ni siquiera sabía su nombre o a qué me sabían. Sólo sé que eran un manjar de reyes.
La noche ya caía, por lo que calculaba que serían más de las ocho. Mientras el sol bajaba rápidamente, la luz rojiza del volcán a la distancia se hacía más notoria. Llevábamos casi un mes en esos lugares y jamás nos dimos cuenta de su presencia. Quizás porque la mayor parte del tiempo estábamos inmersos en el gran bosque, y ahora que la vegetación era menos espesa, lo podíamos ver con todo su esplendor. Con danzas alrededor del fuego que nos iluminaba, los nativos dieron inicio a su ritual, mientras al son de cánticos desbordantes, ellos también comían y bebían en abundancia.
Luego de varias horas el fuego seguía encendido; y entre los pasos danzantes de la tribu, un alarido se dejó escuchar desde una de las chozas. Un personaje vestido entero con pieles se hacía presente en medio de las danzas. El chamán levantó sus manos al cielo gritando y luego de algunos giros como un remolino, las bajó señalando a dos de nuestros compañeros. Ellos eran Alexander Stuart, un joven arqueólogo inglés y Alfred Sannen un botánico belga que por primera vez salía en una expedición similar. Obviamente ellos eran los más jóvenes de nuestro grupo.
Los hombres más fuertes de la tribu los soltaron de los postes y los obligaron a beber un fuerte licor nativo. Cuando ya no podían tragar más y pensamos que los soltarían, los voltearon boca arriba y seguían forzándolos a beber más licor. Una vez que estaban embriagados, los soltaron para que caminaran como zombis entre la multitud. Alexander se descompuso al punto de vomitar y desplomarse al suelo casi inconsciente. Por su parte Alfred, que siempre hacía alarde de su resistencia a los licores fuertes, se mecía intentando mantenerse en pié; mientras que los nativos lo empujaban de un lado a otro.
Luego de unos minutos que se divirtieron con ellos y por indicación del chamán, los colocaron sobre una especie de altar de piedra. Ambos estaban tan ebrios que ni siquiera necesitaron amarrarlos para que se mantuvieran quietos. Entre los gritos de la multitud, el chamán levantó un cuchillo enorme y afilado, en ese momento todos guardaron silencio por un instante, hasta que el cuchillo cayó sobre el pecho desnudo de Alfred. La expectante multitud estalló en gritos y danzas nuevamente, mientras el chamán le sacó el corazón, lo levantó hacia el cielo oscuro de la noche y lo lanzó al fuego ante la exaltación de toda la tribu. Luego fue el turno de Alexander.
Después de esa escena sangrienta, el chamán volvió nuevamente a su choza y todo continuó como antes; la música, las danzas y la abundante comida. Nosotros estábamos atónitos ante semejante espectáculo. Tan perplejo estaba, que no vi hacia donde llevaron los cuerpos de nuestros fallecidos compañeros. A esa altura no me hubiese extrañado que luego fueran parte del menú; ya que nos habían advertido de ciertas tribus caníbales, pero no recordaba haber escuchado jamás de los Paplinko.
En mi embriaguez y mezclado con los sonidos de los tambores y los gritos de los nativos, me pareció escuchar a mi amigo David Estuardo decir:
—¿Cómo escaparemos de nuestra condenada suerte?
En efecto, sólo quedábamos tres de nuestra expedición y no había ninguna esperanza de que corriéramos diferente suerte a la de nuestros compañeros. Sólo era cosa de tiempo para que nosotros pasásemos por el mismo afilado cuchillo. David y yo habíamos viajado juntos por muchos años a diferentes lugares; nos conocíamos hacía más de quince años. Él era arqueólogo y un adicto a las aventuras al igual que yo. Cada vez que nos ofrecían emprender un nuevo viaje, no tardábamos en aceptar y unirnos a los recorridos más insólitos.
En esa ocasión, sin embargo, los organizadores de ese viaje éramos nosotros. Nos habían hablado de ciertas historias de templos escondidos y tribus con rituales muy particulares, lo que nos llamó fuertemente la atención. David contactó a Frank quien seleccionó a dos destacados jóvenes en la universidad en la que él impartía clases. Antes de comenzar nuestro viaje investigamos a las mencionadas tribus que habitaban en esos peligrosos lugares. Por esa razón decidimos integrar a nuestro equipo a nativos y guías del lugar que conocieran los senderos y los dialectos, pero nunca pensamos que ellos mismos nos traicionarían de ese modo.
La noche había pasado lentamente y ya comenzaba a aclarar, aunque yo calculaba que faltaba alrededor de una hora para el amanecer. Mis ojos apenas se abrían del todo y mis compañeros habían dormido algunas horas más que yo. Nuevamente el chamán vestido con sus pieles salía de su choza dando órdenes a sus hombres. Muchos de ellos estaban embriagados y se levantaban con dificultad, mientras que otros, que al parecer conformaban una especie de guardia porque sus vestimentas los diferenciaban de los nativos comunes, habían permanecido sobrios. Ellos nos desataron y nos trasladaron por senderos que iban en ascenso a través del bosque, caminamos entre rocas, árboles y helechos hasta llegar a un nuevo lugar al costado de una cascada.
En un pequeño espacio llano se levantaba un altar de piedra y bambú, algunos metros más adelante, frente a la cascada había un portal de piedra perfectamente orientado hacia la salida del sol y completaba el matutino paisaje, el volcán humeante que se encontraba en la lejanía directamente frente a nosotros.
Durante toda la noche sólo había pensado en las mil maneras de escapar, pero viendo el nuevo entorno que nos rodeaba, podía darme cuenta que nada de lo que había planeado daría resultado. Luego de unas palabras del chamán colocaron a nuestro amigo Frank en el altar y sin mucha ceremonia, sólo unos cuantos gritos dirigidos al volcán, el chamán alzó su cuchillo y lo mató. Su sangre caía por una canaleta de bambú hasta llegar lentamente al río para luego caer por la cascada.
Ahora era el turno de David, quien me miraba con ojos resignados, aún incrédulo de lo que estábamos viviendo.
—Espero que sea lo más rápido posible —dijo sin esperanzas de escapar de ese destino trágico que nos había tocado.
Mi garganta se apretó, no pude decirle absolutamente nada, yo estaba choqueado y expectante. Sólo esperaba un milagro para que ambos pudiéramos salir de esa situación con vida. Por un instante recordé una de nuestras expediciones a África, donde David se había contagiado con una extraña bacteria que lo tuvo al borde de la muerte; o en otra ocasión donde fuimos al polo norte y quedamos atrapados en una tormenta blanca que casi nos congela. En esa oportunidad el más perjudicado fui yo, que perdí dos dedos de mi pié izquierdo por congelamiento. Pero aún así habíamos sobrevivido para contarle al mundo las maravillas ocultas de nuestra tierra.
Pero eso era totalmente diferente, no dependía de nuestra voluntad el sobrevivir, ni siquiera de alguna destreza. Aún cuando lográramos zafarnos de las ataduras y escapar, qué rumbo podríamos tomar, cómo atravesaríamos esa selva impenetrable y sobreviviríamos sin comida. Volví mi mirada a David observando con mucho dolor en mi corazón como lo colocaban sobre el altar. Los guardias lo sujetaron firmemente, David gritaba y se movía como una culebra. El chamán volvió a repetir los mismos movimientos anteriores y esas palabras en su lenguaje dirigidas al volcán, y dejó caer el cuchillo dándole muerte sin piedad, para luego arrojar ambos cuerpos cascada abajo.
El único sobreviviente era yo y seguramente por ser el líder del grupo me habían reservado para el final. La claridad de la mañana era cada vez mayor, el sol estaba más cerca de su aparición y todo indicaba que ese sería el momento preciso para mi muerte. El sol aparecería tras las montañas frente a mí, atravesaría el portal de piedra iluminando el altar que entregaría mi sangre a su dios Kulsa. Ellos me colocaron sobre el altar amarrado con los brazos y piernas extendidas; el chamán de la tribu hizo un rito diferente al realizado para mis compañeros. Comenzó con una danza y una especie de oración repetitiva, seguramente estaba esperando que cayera ese primer rayo de luz sobre el altar.
En medio de ese rito un sonido subterráneo se dejó oír, la tierra comenzó a temblar con mucha fuerza y el macizo altar se movía de un lado a otro, y sin mayor aviso el volcán que se veía en la distancia, frente a nosotros, explotó violentamente. Todo se tornó en caos, el movimiento de tierra era tan fuerte que nadie se sostenía en pié, mis ligaduras se soltaron y sentí como se liberaban mis manos y pies. A cada instante el temblor se incrementaba más y más, los nativos se colocaron de rodillas levantando sus manos y sus ruegos desesperados hacia el volcán rugiente.
Yo permanecí inmóvil esperando el momento preciso para escapar. No sabía hacia donde iría, pero al menos debía intentarlo, debía aprovechar esa oportunidad aunque sólo sirviera para demorar mi destino el tiempo que fuera necesario. La calma volvía lentamente a la planicie, la tierra se calmaba y cuando todos se disponían a retomar sus posiciones, yo salté del altar y corrí velozmente hacia la cascada. El sol nos dio en plena cara, ellos sólo pudieron ver mi silueta atravesando el portal de piedra y lanzándome cascada abajo ante la mirada atónita de los guardias de la tribu.
No sabía cuan profundo podía ser el estanque o lo elevada de la cascada, pero a esa altura ya nada me importaba, fue el salto más largo y elevado que había dado en toda mi vida. Mientras iba cayendo en el aire escuché un segundo estruendo que la desesperación y mi pronta entrada en el agua callaron por un instante; al salir nuevamente a la superficie, los gritos se mezclaban con el rugir del volcán.
Me dejé llevar por la corriente del río que varios metros más abajo se calmaba, ahí yacían flotando los cuerpos sin vida de mis desafortunados compañeros. Continué nadando a favor de la corriente hasta llegar a un puente dorado que cruzaba el río. Estaba todo cubierto de oro y sobre él se elevaba un templo con estatuas también de oro. Eso debía ser a lo que se refirió el guía que nos engañó al traernos a ese lugar; el grande e imponente templo dorado de Las Puertas del Sol.
El río atravesaba por debajo de la brillante construcción y continuaba sin parar varios kilómetros más abajo. A pesar de la hermosura de todo mi entorno, yo no podía detenerme ni un segundo a admirarlo, mi vida dependía de dónde desembocara ese río. Por más que miraba hacia atrás, al parecer nadie venía tras de mí; al menos eso ya era un gran alivio. A lo lejos se veía el volcán explosionando con más fuerza y un rugido se escuchaba entre el ruido selvático que había. Las aves volaban fugases, mientras los monos gritaban entre las ramas de los árboles. De manera casi imperceptible la tierra seguía moviéndose suavemente; todo era desolador.
Por la orientación de la pendiente, era evidente que la lava seguiría la cuenca del río directamente hacia donde yo me encontraba, arrasaría la aldea, el templo de oro y todo lo que se interpusiera a su paso. Sólo una pregunta estaba presente en mi mente en ese momento
—¿Qué haré ahora?
Había conseguido escapar con mucha fortuna de los nativos y por la ubicación del sol, las montañas y el río, me sentía más o menos orientado. Sabía que no podía devolverme tras mis pasos, pero también sabía que nadie me esperaba en ningún lado y no tenía idea de donde dirigirme. Tras pensar un momento, decidí salir del río y correr a través de la selva siguiendo de frente con el sol a la espalda.
Ya había perdido la noción del tiempo que llevaba corriendo, el sonido lejano del volcán ya no se sentía en mis oídos, ni tampoco el bullicio de los animales. Me sentía algo agotado y fatigado, cuando de improviso me encontré en medio de otra aldea. Todos los nativos observaron ese inesperado visitante que aparecía desde la espesura del bosque y se quedaba parado en medio de su campamento. Yo no sabía si pertenecían a la misma tribu que me había capturado, pero colocando atención a sus vestiduras, me di cuenta que lo más probable era que no.
Hubo un gran silencio por largos segundos, hasta que un hombre se me acercó e intentó dialogar conmigo en su lengua. Lentamente y sin que se asustara por mi acción, lo tomé del brazo y lo acerqué hacia un claro entre los árboles, para mostrarle a lo lejos la fumarola inmensa que manaba del volcán. El hombre dio voces inmediatamente a los demás habitantes de su tribu y corrieron cada uno a sus chozas en busca de sus cosas. Las familias completas se reunían en medio de la aldea tomando todo cuanto pudieran cargar ligeramente. Mayormente lo que se les veía llevar eran pieles y alimentos, sacos con frutas, carnes disecadas y hatos de ropas.
Yo me mantenía observando todo de manera expectante, impaciente y sin saber qué hacer o hacia dónde ir. El hombre que se me había acercado anteriormente, volvió con su familia y unos sacos de provisiones. Me hablaba en su dialecto y gesticulaba muy aceleradamente, pero yo no lograba entenderle nada. Luego me sujetó del brazo y me entregó sacos de cosas para que yo los cargara, cuando tomé los sacos me indicó por dónde continuar avanzando.
Yo estaba en medio de la multitud corriendo en dirección al río nuevamente, siguiendo al resto de los nativos con sus mujeres y niños. Atravesamos unos senderos muy transitados hasta llegar a la orilla donde había unas pequeñas embarcaciones de bambú que ellos mantenían atadas. En cada bote cabían perfectamente unas ocho personas más todos los sacos que ellos pudieran traer.
Al mirar a mi alrededor me di cuenta que todos los habitantes de esa tribu, caminaban ordenadamente por la orilla y subían a los botes como si hubieran estado esperando que aquello pasara durante mucho tiempo. Nuevamente el hombre que me había entregado los sacos se me acercó indicándome a cual bote yo debía subir. Le entregué la carga para que él la acomodara en la embarcación y cuando todos se habían subido a sus respectivos botes, él les grito unas frases en su dialecto.
Al parecer todos tenían muy claro hacia donde se dirigían, ya que no nos esperaron a pesar de ser los últimos en zarpar. Una vez listos nosotros también, el hombre volvió por el sendero hacia la aldea y en cosa de algunos minutos, volvía con una mirada satisfecha, quizás de ver que nadie se había quedado atrás. Se subió a la embarcación y los hombres que lo acompañaban comenzaron a remar río abajo. Era en una verdadera migración masiva de toda una tribu a causa del volcán en erupción.
Al fin después de largos minutos navegando, el sol alumbró nuestras caras dejando atrás la espesura de la selva, luego el río desembocó en una península por la cual continuamos navegando. Poco más adelante yo podía ver al resto de los habitantes de esa tribu que se enfilaban por aguas más profundas.
Una a una las embarcaciones llegaron a mar abierto y continuaron navegando hasta llegar a una isla cercana donde hicieron una pausa de algunos minutos. A nuestras espaldas la destrucción ya era total, las cenizas, la lava y el fuego arrasaban todo a su paso. A la distancia yo miraba incrédulo la siniestra escena, agradeciendo por mi vida. De un momento a otro yo me había convertido de sacrificio humano para un dios, a ser el salvador de los Ikirumi, la tribu de navegantes que me cobijó desde ese día junto a ellos.
Publicación reeditada 2012
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