lunes, 11 de febrero de 2013

CAMINO A LA RESIGNACIÓN



CAMINO A LA RESIGNACIÓN


Virginia era una mujer moderna con sus metas muy claras en la vida, siempre privilegió el éxito profesional por sobre la familia y siempre postergó sus aspiraciones personales por consolidarse como una mujer exitosa e independiente. Pero después de un largo día de trabajo, al llegar la noche, estaba sola y con sus anhelos sumergidos en el laborioso día por venir. Los fines de semana eran casi un castigo para ella, tanto tiempo libre y las ganas vivas de que llegara pronto el lunes; y si tenía la oportunidad de realizar algún viaje de negocios, era la mujer más feliz del mundo. Su trabajo era casi una obsesión enfermiza y descontrolada.

Ese martes de febrero no sería la excepción. Después de un agotador día de trabajo, apenas se dio tiempo de pasar por su departamento, darse una ducha y recoger la maleta que ya tenía lista desde el fin de semana. Sería un largo viaje de negocios a otra ciudad y estaba ansiosa de salir y cambiar de aire.

Ya era de noche cuando se la escuchó cerrar la puerta de su departamento y encaminarse por el pasillo hasta su auto. El tic toc de sus tacones hacía eco en el pasillo antes de subir al ascensor. Un zumbido apagado recorría de extremo a extremo el corredor hasta la recepción; eran las ruedas de su cara maleta siendo conducida por el pasillo hasta salir por el umbral del edificio.

Mientras la gente común y corriente ya se encontraba en sus casas para descansar, ella comenzaba su largo viaje. Eran las nueve de la noche y le darían la una o quizás las dos de la madrugada cuando arribara al hotel que había reservado. Por supuesto que no era nada por debajo de las cuatro estrellas, con un buen servicio de habitación y todas las comodidades que ella exigía.

Si bien parecía algo descabellado manejar de noche para una reunión que recién tendría al día siguiente; era muy práctico trasladarse de noche evitando el stress de la mañana y llegar a descansar lo suficiente para recuperar fuerzas. Así también podía comenzar temprano sus labores y no estar con la mente sumergida en un viaje matutino.

Ella conducía su vehículo por la carretera, en la radio tocaban una agradable música y en su mente repasaba su agenda de trabajo para el día siguiente. Las reuniones y los compromisos financieros que debía cubrir, los cheques por pagar y cada actividad a desarrollar estaban muy bien organizadas.

Luego de tres horas de viaje, sintió la fatiga de un largo día de trabajo. Poco a poco el cansancio le jugaría una mala pasada. Varias veces su cabeza dio contra su pecho en un peligroso vaivén, sus ojos se colocaban pesados y somnolientos. La monotonía del camino iluminado levemente por las luces de su vehículo, hacía del viaje una aventura poco agradable.

Ya eran más de las doce de la noche y aún le quedaba poco menos de la mitad del recorrido por avanzar. La señal de radio ya no era tan buena, la altura de los cerros por los que atravesaba la carretera bloqueaban a intervalos la señal. Sacó de la guantera del auto un CD con música variada para amenizar el viaje y subió el volumen esperando ahuyentar el sueño persistente que la envolvía.

La fórmula dio resultado por algunos minutos, pero sin darse cuenta, comenzó nuevamente a caer en ese peligroso letargo. Sus párpados caían pesadamente y le costaba trabajo volver a abrirlos. Su cabeza se balanceaba con un ritmo oscilante, inesperado y aletargado, mientras los músculos de sus brazos se tensaban de vez en cuando al sentir que la cabeza se iba hacia delante.

Finalmente sin darse cuenta, se durmió mientras manejaba. Por suerte al desvanecerse sus brazos permanecieron rígidos levemente inclinados hacia la derecha, en ningún momento aceleró, sino que sacó los pies de los pedales y el vehículo se fue inclinando lentamente hacia la berma. El auto se apegó a un costado del camino y con la inercia del movimiento siguió avanzando, botó la alambrada que cercaba una parcela de girasoles; y lentamente se internó en el plantío hasta detenerse y quedar cubierto por completo por las varas de más de metro y medio de alto.

Toda la noche estuvo allí en medio de la plantación, afortunadamente no era invierno ni era un lugar frío, sino hubiera muerto congelada en la madrugada. Lentamente comenzó a aclarar, el sol iniciaba su ascenso vertical tras las montañas y los capullos de girasoles levantaban sus cabezas para mirar hacia el resplandeciente astro que comenzaba a iluminar la mañana. El desfile de miradas amarillas lentamente se enfilaba hacia el este e iría en ascenso hasta muy entrada la mañana.

Virginia despertó muy sobresaltada rodeada de tallos verdes en todas direcciones y tardó un buen rato en darse cuenta de lo sucedido. Intentó arrancar el auto pero ya no tenía batería. Abrió la puerta del auto con dificultad, empujando con todas sus fuerzas hacia fuera para hacerse un espacio por donde salir. Al primer paso en la tierra, sus zapatos caros de tacón se hundieron en el barro del plantío. Seguramente habían regado el día anterior.

Con mucha dificultad salió a la carretera siguiendo las huellas dejadas por el vehículo al internarse al plantío. Su celular también estaba descargado y con el apuro por salir de allí olvidó sacar su cartera del auto. Eran alrededor de las nueve de la mañana y su mayor preocupación era los compromisos de negocios para ese día.

La carretera era muy solitaria y transcurrió mucho tiempo sin que pasara ningún vehículo. Entonces decidió caminar hasta encontrar alguna casa o algún lugar donde conseguir ayuda. Al fin una patrulla caminera apareció en la ruta, los dos policías la encontraron caminando por la berma con los zapatos en la mano.

El más gordo de los dos era quien conducía el vehículo, tenía unos treinta y cinco años y era el de mayor rango. El otro parecía recién salido de la academia y se veía delgado y enclenque, al menos mucho más delgado de lo normal. Ambos descendieron del auto y Virginia les contó inmediatamente lo sucedido; ellos la hicieron subir en la parte trasera del vehículo para llevarla a la tenencia.

Mientras iban de camino, ella continuaba relatándoles todo lo acontecido; ellos la escuchaban sin decir palabra y sin mostrar sorpresa por lo que ella las relataba. Llegando a la tenencia amablemente la hicieron pasar a una sala solitaria; sin muebles, sin ventanas, ni siquiera alguna revista para entretenerse, sólo había un sofá de espera que decoraba la habitación. Ella tomó asiento pensando que pronto volverían para ayudarla.

Los minutos pasaban y pasaban mientras ella esperaba sola en ese cuarto y comenzó a inquietarse bastante, miró su reloj y ya eran las once de la mañana. Había perdido su primera reunión y luego debía ir al banco porque tenía cheques que depositar. Fue en ese momento recién que se dio cuenta que no había bajado su cartera del auto. El pánico la embargó, sus manos comenzaron a sudar, el estómago se le apretó y sintió que por un instante se desmayaría.

Rápidamente se acercó a la puerta para ver si alguien podía venir a atenderla, pero al girar la perilla para abrirla e intentar salir al pasillo, se dio cuenta que la puerta estaba cerrada. Comenzó a golpear y a gritar para llamar la atención de alguien que la escuchara, pero nadie vino a verla. Sus manos ya le dolían de tanto golpear la puerta de madera y su agotada paciencia ya estaba a punto del colapso nervioso. Estaba perdiendo tiempo valioso de su agenda de trabajo y ni siquiera había podido avisar a alguien donde se encontraba.

Al fin se escuchó el cerrojo deslizarse y la puerta se abrió. El policía obeso que la había traído desde la carretera entró primero, seguido de dos hombres vestidos como enfermeros.

—Ella es —dijo el policía, señalándola con su dedo regordete.

Los hombres entraron y la guiaron hacia fuera llevándola del brazo a través del pasillo, algo confundida pero sin oponer resistencia ella los siguió. Todo era muy extraño, Virginia les hablaba de sus reuniones y de como se había quedado dormida conduciendo, pero ellos se miraban sin responder y sonreían. Finalmente llegaron al estacionamiento a una camioneta blanca.

—Suba señora —le dijo uno de ellos mientras abría la puerta.

—Pero dónde vamos —replicó ella asustada.

—Sólo suba…

Ella presintiendo que algo no andaba bien, comenzó a gritar desesperadamente e intentó alejarse de ellos. Uno de los sujetos la abrazó firmemente mientras Virginia forcejeaba y daba de patadas al aire intentando liberarse. El otro hombre se acercó con una jeringa en la mano y eludiendo hábilmente los elegantes zapatos negros de ella, le inyectó un sedante que la durmió.

Más de media hora permaneció sedada y comenzó a despertar sobre una cama en el suelo. Mirando alrededor pudo darse cuenta que la habitación de paredes blancas no poseía ningún mueble. El techo era alto como de unos tres metros de altura y al mirar hacia arriba, pudo ver una pequeña ventana cerrada que dejaba entrar algo de sol. Luego se miró la ropa y su elegante tenida había sido reemplazada por unos trapos anaranjados, similar a un overol de obrero, estaba sola y confundida en aquel cuarto sin saber dónde.

Virginia comenzó a gritar con todas sus fuerzas para que alguien viniera; su histeria y su desesperación iban en aumento, hasta que comenzó a golpear la puerta. No podía entender nada de lo que estaba pasando, nadie le decía nada, simplemente la levaron allí sin explicaciones. Más y más fuerte eran sus gritos y golpeaba las murallas, la cama y por todos lados.

Nuevamente entraron los dos enfermeros para intentar controlarla.

—Por favor cálmese o tendremos que sedarla nuevamente.

Esto debe ser un error, yo no he hecho nada malo, sólo me quedé dormida mientras manejaba… Por favor déjenme llamar a mi jefe para que le explique que sólo vine en viaje de negocios.

Al ver que uno de ellos traía una inyección en la mano para sedarla, apegó la espalda contra la muralla y comenzó a llorar histérica. Sus brazos se movían en todas direcciones mientras sus lágrimas caían por sus blancas mejillas. Mientras, gritaba y forcejeaba con ellos pidiendo una explicación; vio en sus uniformes una insignia. Seguramente era del lugar donde la tenían: H.P.S.A, Hospital Psiquiátrico San Alfonso. Virginia abrió unos ojos como si se le fueran a escapar de la cara, el pánico se apoderó de ella. Intentaba soltarse mientras les insistía que era un error, que ella no debería estar allí; entonces la inyectaron y lentamente el sedante hizo efecto hasta quedar completamente dormida.

Eran cerca de las dos de la tarde cuando Virginia despertó nuevamente recostada en la cama y aún mareada por el sedante. A la habitación entró una doctora.

—Estoy aquí para ayudarte —dijo con voz suave y mirada confiable.

La doctora de unos cuarenta y cinco años, llevaba una ficha médica en las manos y vestía una bata blanca con los dos primeros botones desabrochados, que permitían ver un suéter delgado color verde pistacho. En el bolsillo del lado derecho llevaba la insignia del hospital que ya había visto anteriormente en los auxiliares y del lado izquierdo venía bordado su nombre: A. Valencia.

—Necesito que me respondas algunas cosas sobre ti para conocerte —dijo la mujer antes que Virginia dijera algo.

Virginia asintió con la cabeza y se acomodó levemente sobre la cama, aún se sentía mareada por el sedante.

— ¿Cómo te llamas?

—Virginia Opazo.

— ¿Qué edad tienes?

—Veintiocho años.

— ¿Soltera, casada… con hijos?

—Soltera, sin hijos y si quiere saber más, tampoco tengo novio por ahora, no tengo tiempo para una relación en este momento… —ya comenzaba a molestarse.

— ¿En qué trabajas?

—Soy asesora financiera para grandes empresas.

Virginia contestaba todas las preguntas con mucha convicción.

— ¿Por qué estas aquí?

Se quedó en silencio un momento sin saber si responder cual era el motivo de su viaje o por qué creía que la habían llevado a ese lugar. Virginia miró a la doctora con molestia y respondió:

—Creo que me han confundido con alguien más, yo iba a una reunión de negocios y me quedé dormida mientras manejaba, salí a pedir ayuda...

Pero antes que prosiguiera con el relato la doctora la interrumpió.

—Si lo sé... Sé toda la historia de cómo llegaste aquí, lo que te pregunto es, ¿Por qué estas aquí, en este hospital y no en otro lugar?

Ella la miró confundida, no entendía el sentido de la pregunta.

—Mira te lo preguntaré de otra manera ¿Tienes algo que certifique que eres quien dices ser? ¿Alguna persona que pueda venir a verte? ¿Algún número de teléfono que nos ayude a contactar a alguien que te conozca?

De una manera extraña,  Virginia sintió que en su mente ninguna de esas preguntas tenía respuesta, que realmente no era capaz de darle un número telefónico.

—En este momento no recuerdo ningún número, pero mi cartera quedó en el auto y allí está mi identificación, mis tarjetas de crédito, mi agenda y mi teléfono…

Virginia se quedó en blanco un momento, por algún motivo extraño no recordaba direcciones, ni nombres de conocidos, ni números telefónicos. Todo lo que ella afirmaba con tanto ímpetu momentos antes, en un instante ya no lo sentía tan real. Se inclinó en la cama y apretando los puños comenzó a llorar.

—Quiero descansar —dijo ella entre llantos— Quiero tener paz para encontrar las respuestas que necesito.

Desde ese día Virginia permaneció recluida en ese centro hospitalario. Habían pasado cuatro meses desde su ingreso y las respuestas que anhelaba encontrar, ya no tenían ninguna importancia para ella. Comenzó a perder el interés por saber de dónde venía y quién era realmente. Ya no le importaba saber si lo que ella creía, era como lo sentía en su corazón o verdaderamente tenía un problema mental por el que estaba allí encerrada.

Cada día pretendía vivir esos momentos de su vida y disfrutar de su estadía en ese lugar. Ya no tenía sentido buscar las respuestas, para qué, si no sabría qué hacer con ellas, no sabría qué decir o cómo asimilarlo todo. Ese día al cumplir los cuatro meses, en la evaluación periódica que le realizaba la doctora Valencia, dijo:

—No quiero buscar más respuestas para mí, sólo quiero disfrutar mi vida aquí.

— ¿Estás segura Virginia?

—Si doctora, creo que es una pérdida de tiempo intentar encontrar algo en mi mente cuando no tengo ninguna certeza de que llegue a lograrlo, para mí es muy difícil asumir que soy alguien sin pasado, pero creo que es lo mejor para sentirme bien cada día y avanzar.

La doctora la miró con compasión, pero aún extrañada por su modo de querer enfrentar su situación. Esa fue la última vez que la vio llorar tan amargamente al hablar de su pasado perdido. A partir de ese día fue otra mujer la que vía en los pasillos; una mujer alegre, presta a ayudar a los demás pacientes y siempre sonriendo. Quien la viera no hubiera pensado que se trataba de una paciente sino de una enfermera más.

El tiempo pasó rápidamente y las cosas siguieron de la misma manera en la vida de Virginia. Como no conocían su verdadera fecha de cumpleaños, a ella y a cualquiera en su situación, les celebraban el día de su ingreso al hospital. Ese día Virginia cumplía dos años de estadía en ese lugar y lo celebraron cantándole y con torta para el desayuno y uno que otro regalo del personal del hospital.

Ella se había ganado el cariño y la confianza de todos, la doctora entraba a su habitación sin tener que cerrar la puerta. Era una paciente modelo que jamás había dado problemas; era muy tranquila y nunca había sido violenta. Mostraba una total resignación a su situación, una total entrega a no saber nada de su vida pasada y no pretendía irse jamás de ese lugar.

Todos esos factores, más su conducta solidaria con el resto de los pacientes, le otorgaron privilegios que otros no tenían. Ella podía moverse por todas las instalaciones con toda libertad y sin que nadie se lo impidiese. Incluso en varias ocasiones la doctora Valencia había presentado su caso ante la comisión aludiendo que lo de ella era un severo caso de amnesia y no un trastorno mental. Pero mientras no se encontraran familiares o se supiera su verdadera identidad, ella debía seguir recluida allí.

Cuando todo comenzó la policía encontró su auto en el lugar que ella les había indicado, pero no encontraron ningún bolso, cartera o documento que les indicara que ella era la dueña del vehículo. Por el número de patente se supo que el auto estaba a nombre de Benjamín Opazo, pero en la dirección que indicaba el registro del vehículo nadie lo conocía a él o a ella.

Su foto fue publicada en los medios de prensa pero nadie dio pistas o indicios de quien era realmente ella. Todo esfuerzo cesó el día que Virginia solicitó no buscar más respuestas en su pasado.

Ese día de noviembre transcurrió normalmente como cualquier otro. Al llegar la noche, la doctora Valencia hacía el recorrido habitual de la última ronda antes de irse a su casa. Normalmente ese recorrido se realiza en pareja, pero ese día dos de las enfermeras habían faltado, así que se vio obligada a hacerlo sola. Avanzó por el pasillo asomándose por la ventanilla de cada paciente y anotando en la ficha. Pasó frente a la puerta de Virginia y al verla dormida prosiguió revisando las otras habitaciones. Casi al llegar al final del pasillo frente a la penúltima puerta, recibió un fuerte golpe en la cabeza y cayó al suelo aturdida.

El golpe seco se apagó en la oscuridad del largo pasillo y la doctora era arrastrada por el piso hasta la habitación de Virginia. Sin encender la luz de la habitación, le quitó el delantal blanco y las llaves que le darían acceso a la oficina de la doctora. Virginia asomó la cabeza sigilosamente fuera de su habitación por el pasillo y al ver que no había nadie, salió caminando presurosa en dirección a las oficinas. Primeramente debía sortear la puerta del ala norte, de la que llevaba la llave en la mano.

Una vez traspasada la puerta, volvió a cerrarla y se encaminó hacia las oficinas, afortunadamente cada puerta tenía una placa exterior que indicaba el nombre del doctor a quien pertenecía. Llegó frente a la oficina de la doctora y giró la perilla de la puerta para verificar que estaba cerrada y que no hubiera nadie más allí. Giró la llave y entró en la habitación buscando a oscuras la ubicación del interruptor. Encendió la luz y cerró la puerta de la oficina. En los cajones del escritorio encontró una agenda, la cartera y las llaves del auto de la doctora, tomó del perchero un largo abrigo negro, que aunque no era de temporada, le ayudaba a cubrir el vistoso uniforme anaranjado del hospital.

Salió de la habitación con mucho cuidado y se encaminó por el pasillo hacia una puerta trasera que daba directo al estacionamiento. La puerta estaba abierta y al salir al patio sintió la agradable brisa de noviembre que acariciaba su cara. Después de dos largos años nuevamente podía sentir el aire rozando suavemente su cara fuera de las instalaciones del hospital. Por más confianza que le hubieran tenido, estaba estrictamente prohibido que los pacientes salieran al patio ya que no contaban con un sector acondicionado para ellos.

Poco pudo disfrutar esa sensación de libertad porque sabía que tenía poco tiempo para escapar sin ser descubierta. Apretó el botón de la alarma del auto para saber cual de todos era el de la doctora. El sonido agudo se escuchó claramente a mitad del estacionamiento, Virginia se apresuró a subir y arrancó el motor sin problemas. Tomó aire profundamente y emprendió su fuga. Sólo debía pasar el control de la entrada y estaría afuera. Aceleró suavemente por la calle, y antes de llegar a la caseta de control, la barrera se levantaba dejándole el camino despejado. La confiada rutina diaria de todos en ese hospital, nuevamente le facilitaban la huída; tanto la doctora, como las enfermeras y ahora los guardias hacían sus funciones tan mecánicamente que nadie pudo predecir que Virginia se escaparía en algún momento.

El auto cruzó la línea imaginaria que lindaba el hospital con la calle, Virginia era libre al fin, ya no era parte de ese lugar que le había quitado dos años de su vida. Mientras avanzaba por las calles colindantes, a lo lejos se escuchó el sonido de la alarma de las instalaciones, pero ella no las pudo escuchar, estaba muy emocionada como para poner atención a otras cosas. Sólo intentaba orientarse para saber qué dirección tomar, aceleró y condujo el vehículo con dirección a la carretera. No volvería a la ciudad de donde venía hace dos años y tampoco permanecería aquí, había decidido continuar hacia el norte.

Mientras tanto en el hospital todo había sido descubierto. La enfermera encargada de recibir el turno de la doctora Valencia, extrañada por la demora en la entrega de las llaves, se aventuró a recorrer los pasillos en su búsqueda. Al llegar frente a la habitación de Virginia, encontró la puerta entre abierta. Al encender la luz encontró a la doctora tendida en el suelo. Si hubiera sido una cárcel se activaría la alarma de fuga y se desplegarían los escuadrones para detener a los presos que se escapaban. Pero esto era un hospital y la enfermera corrió a activar la alarma de incendio para alertar a los guardias que algo estaba sucediendo.

Si bien Virginia no llevaba muchos minutos de ventaja desde su escape hasta que sonara la alarma, la pregunta era ¿serían capaces de capturarla? Lo primero que hicieron junto con atender a la doctora fue verificar que su vehículo había sido robado desde el estacionamiento. El guardia de la caseta recordó haber abierto la barrera pensando que era la doctora quien se retiraba. A los pocos minutos la policía ya estaba en el lugar y estaba al corriente de los detalles de la fuga. Por radio se alertó de lo sucedido compartiendo las características del auto robado y de la persona que lo conducía.

Virginia por su parte manejaba despreocupada como ajena a todo lo hecho los minutos anteriores. Por varios kilómetros avanzó sin encontrar obstáculos y se detuvo en una gasolinera para cargar combustible. Rápidamente revisó la cartera de la doctora en busca de dinero, llenó el estanque del vehículo y luego pasó a comer algo al casino que existía allí. Actuaba de la manera más normal del mundo, como si su mente se hubiera desconectado por dos años y ahora volviera a la noche aquella en que emprendía su viaje.

Con una tranquilidad increíble, pidió un café cortado y un sándwich con pasta de ave con pimiento. Consumió lo pedido pausadamente y luego pagó la cuenta para dirigirse nuevamente al auto. Apenas alcanzó a llegar a él sin subirse, cuando de la nada aparecieron dos policías que la tomaron por los brazos como si fuera un criminal peligroso.

— ¡Suéltenme! debo llegar al hotel donde hice mi reserva… mañana tengo una importante reunión de negocios y no puedo faltar…

Ella continuaba gritando sin parar, la esposaron y la llevaron de los brazos hasta que la subieron a la patrulla policial. Mientras era llevada de vuelta al hospital ella no paraba de gritar y llorar, repitiendo constantemente cada palabra dicha hace dos años atrás, como si en su mente el tiempo se hubiera detenido.

—Yo no he hecho nada malo, sólo salí a tomar algo de aire y a comer algo. Mi cartera está en mi auto por favor revíselo… Llame a mi jefe él le dirá quien soy…

Al llegar al hospital nuevamente fue colocada en su habitación, pero Virginia no paraba de gritar, así que tuvieron que sedarla. La doctora y todo el personal estaban totalmente consternados con todo lo sucedido. En sus años de trabajo jamás habían visto un caso similar. De qué manera había ganado su confianza, aprendió los horarios y planificó fríamente cada uno de los detalles para escaparse de allí. Sólo esperó el momento propicio para concretar esa casi exitosa fuga.

Al día siguiente Virginia despertó y a los minutos recibió la visita de la doctora, quien se encontraba mejor luego del golpe recibido en la cabeza, esta vez ella venía acompañada de dos enfermeras:

— ¿Cómo estás Virginia? —preguntó la doctora con tranquilidad.

— ¿Cómo sabe mi nombre si yo no se lo he dicho? —replicó ella.

—Tú eres paciente nuestra hace dos años.

—Lo siento pero me debe estar confundiendo con alguien más con ese nombre. Yo iba de paso por esta ciudad con destino al norte, tenía reservada una habitación en un lujoso hotel y a esta hora de la mañana debería estar en una importante reunión de negocios.

Por un instante a la doctora Valencia le pareció estar escuchando las mismas palabras que salieron de su boca hace dos años atrás. Virginia mantenía la mirada distante y hablaba como si nunca la hubiera visto en la vida.

—Perdón tal vez nos hemos confundido —dijo siguiéndole la corriente— ¿Cómo te llamas entonces?

—Virginia… Virginia Valencia.

Todo comenzaba a estar más claro para la doctora ahora. Los detalles de lo sucedido desde hace dos años y las posteriores investigaciones entorno a su caso, volvían fugazmente a su memoria. Como nunca encontraron alguna identificación en ese tiempo, asumieron que su apellido era el que Virginia les había dado, Opazo. Coincidentemente el apellido del dueño jamás encontrado del vehículo. Ahora el apellido que decía tener era el de la doctora a quien le había robado el auto y su cartera hacía pocas horas atrás.

Seguramente de ahí hacia atrás Virginia, si es que en realidad ese era su verdadero nombre, no recordaría nada. La doctora ya no sabía qué pensar de ella. Si por dos años se había mostrado resignada a esa realidad, fingiendo que todo estaba bien y maquinando su escape, ahora no volverían a tenerle confianza. Ya que aunque pasaran los años, en su mente, Virginia siempre pensará que nunca pudo llegar a su reunión de negocios.


Publicación reeditada 2013


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..°¤¤°.¸¸.¤´¯`» Freddy D. Astorga «´¯`¤.¸¸.°¤¤°


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