sábado, 21 de julio de 2012

LA PUERTA DE LA LUNA



LA PUERTA DE LA LUNA
(Secuela de la historia "Las puertas del sol")



El corazón aún me latía aceleradamente, podía sentir como la sangre corría por mis venas y punzaba fuertemente en mis sienes. Mi cabeza parecía que estallaría en cualquier momento, mientras un sudor frío mojaba mi espalda. El mar nos llevaba a través de sus inquietas olas y sólo ellos sabían a donde íbamos. En gran medida yo me sentía custodiado y a salvo, aunque no niego que aún no me reponía de la impresión de esas caóticas últimas horas. Aún así miraba con algo de resquemor a los nativos con los que habíamos abandonado la isla; ya antes me había confiado de los guías que contactamos y todo había terminado en un gran caos.

También llevaba muy fresco en la memoria el recuerdo de los eventos desafortunados por los que había pasado y que finalmente me habían llevado hasta allí. Hacía unas pocas horas yo era parte de una expedición junto a cuatro personas más, dos botánicos y dos arqueólogos dentro de los cuales estaba mi amigo David. Juntos habíamos organizado ese viaje y contratamos a seis nativos que nos sirvieron de guía y como cargadores de nuestras provisiones. Pero después que ellos nos engañaran y nos llevaran prisioneros a su aldea, terminé convirtiéndome en un afortunado sobreviviente.

Tenía una pena inmensa por haber perdido a mis compañeros y mucho más profunda por mi amigo del alma David. Quien hubiera pensado que nuestra aventura encontraría semejantes vueltas y que al final del recorrido, sólo uno de nosotros quedaría vivo para contar nuestra historia. A la distancia aún se apreciaba el volcán humeando mientras nos alejábamos cada vez más de esa selva. Atrás quedaban los recuerdos, los hermosos parajes y la visión de ese grandioso templo cubierto de oro.

El sol ya se encontraba bastante alto, por lo que asumí que era cerca de mediodía. La gente que compartía su bote conmigo me miraba y se sonreían, toda esa situación me hacia sentir demasiado incómodo, pero a la vez feliz de haberlos conocido y que me salvaran la vida. Poco a poco nos acercábamos a una nueva isla que parecía ser mucho más pequeña que la anterior, pero por algún motivo ellos habían escogido ese lugar para arribar.

Una vez en la costa, desembarcamos y comenzamos a trasladar todo lo que traían en los botes al interior de la isla. Ellos iban delante de mí caminando entre los árboles, abriéndose paso entre la selvática vegetación como si supieran con toda certeza hacia donde se dirigían. Finalmente llegamos a una planicie que ya estaba edificada. Al parecer los Ikirumi, como después supe que se hacían llamar, esperaban ese evento hacía mucho tiempo, y lo avanzado que estaba la construcción de la nueva aldea daba cuenta de eso.

El mismo hombre que me sacó en su embarcación hasta llegar a esa isla, ahora me ubicaba en una tienda provisoria hecha de pieles, mientras el resto de los nativos seguían transportando sus cosas desde las embarcaciones a la nueva aldea. Quise levantarme para ayudarlos pero me fue imposible, las personas de la aldea se me acercaron, me rodearon trayendo dátiles y frutos para que yo comiera y descansara. Mi estómago agradecía sus bondades ya que llevaba horas sin comer bocado y tenía mucha hambre a pesar del enorme banquete que habíamos comido la noche anterior.

Al fin después de un par de horas, ya habían trasladado todo lo necesario al interior, y cada uno con sus familias se habían instalado en sus chozas. Mi nuevo amigo Teiki, que tan gentilmente me facilitó su tienda de pieles, se acercó para compartir algo de las frutas que me habían traído los demás. Luego de permanecer sentados unos minutos sin decir nada, él me tomó del brazo para que me levantara y lo siguiera. Con una alegría inmensa reflejada en su cara, me llevó con el jefe de la tribu Ikirumi, se inclinó ante él y yo agaché mi cabeza en muestra de agradecimiento.

Ambos comenzaron a dialogar muy fraternalmente, yo no entendía nada de lo que ellos decían, pero a través de sus gestos pude comprender lo agradecido que su pueblo estaba por haberlos alertado a tiempo del desastre. El jefe se levantó de su asiento y comenzó a gritar a su gente, el resto de la aldea comenzó a acercarse y a escuchar detenidamente sus palabras, luego que terminó de hablarles cada uno siguió haciendo sus labores. Finalmente cuando todos los nativos se instalaron en sus chozas, los hombres de la aldea ayudaron arduamente en construirme una a mí también. Después de un tiempo me enteré que ese gesto había sido por orden explícita del jefe.

A pesar de las dificultades para comunicarnos, ellos me acogieron como uno más de la tribu y me hacían sentir cómodo en ese nuevo hogar. Esa noche dormí cansado por el viaje pero intranquilo por las imágenes que aún se hacían presentes en mis recuerdos. Ver a mis compañeros sacrificados y sus caras sin esperanza al momento que el cuchillo atravesaba sus pechos, me hizo despertar varias veces por la noche con sobresaltos. Sin duda eso sería algo que me costaría dejar atrás.

Los meses pasaron y cada día me sentía más parte de su tribu; yo los acompañaba en sus jornadas de cacería, en la pesca y en otras labores diarias que ellos realizaban. Debo reconocer que era un completo ignorante en esas materias. Muchas veces eran más los peces que espantaba que los que lograba pescar y en varias ocasiones estuve a punto de ser alcanzado por jabalís salvajes mientras huían de las flechas y lanzas de los guerreros. Pero poco a poco comencé a mejorar mis habilidades de cazador hasta ser capaz de conseguir mi propia comida.

Algunos meses me tomó llegar a aprender su extraño dialecto, pero eso me ayudó mucho más para hacerme entender y comprenderlos a ellos también. Lo único que me diferenciaba de ellos era que no me estaba permitido participar de sus ceremonias y rituales. Pero no era algo que me molestara, yo estaba tan a gusto compartiendo cada día con ellos y aprendiendo sus costumbres, que no quería volver a mi vida anterior. Casi en el olvido estaban mis recuerdos de la civilización, las comodidades de una casa o del transporte urbano. Sentía que estaba viviendo un sueño en un paraíso y que jamás quería despertar; ahora ellos eran mi familia.

Teiki me había ayudado mucho en ese proceso de integración y siempre me recordaba lo agradecido que estaba por haberlos alertado a tiempo para escapar. De él aprendí todo acerca de los Ikirumi, ellos eran una tribu pequeña pero muy unida; rara vez entraban en conflictos con otras tribus pero se entrenaban a diario para la lucha, la caza y la pesca.

—No estar en guerra no significa no estar preparado para ella —me decía Teiki y yo le encontraba toda la razón.

También le pregunté acerca de los Paplinko, aunque ya tenía bastante claro cual era su principal preocupación. Teiki me contó que en pocas ocasiones debieron enfrentarlos para defender sus tierras y aunque eran enemigos cercanos, hacía tiempo que estaban en un pacto de paz mutua. Ellos estaban más concentrados en acallar la ira de su dios Kulsa que en enfrentar o conquistar a otras tribus. A pesar de eso, los Paplinko o los hijos del fuego como los llamaba Teiki, no le temían al hombre civilizado. Muy por el contrario habían sido muy hábiles para aprender sus costumbres y su idioma, para acercarse a ellos como amigos y luego traicionarlos. Eso era algo que me había quedado demasiado claro después de mis cortas semanas junto a ellos, pero de no haber sido por esa situación jamás hubiera conocido a esa nueva tribu.

También aprendí que Ikirumi significaba guerreros de la luna. Quizás por eso cada mes ellos celebraban una ceremonia la noche en que la luna llena hacía su aparición. Yo había visto por varios meses cuando los guerreros de la tribu salían temprano rumbo a la selva y no volvían hasta el día siguiente. Pero a pesar de mi naturaleza aventurera y mi curiosidad nunca los seguí a escondidas, respetaba mucho la privacidad de sus rituales, aunque ganas no me faltaban de averiguar qué hacían o dónde iban.

Las semanas volvían a pasar rápidamente, el otoño y el invierno habían pasado y el día de la ceremonia de la luna había llegado otra vez. Pero según mis cálculos esa noche también correspondía al equinoccio de primavera en ese hemisferio. Era el momento en que la noche tenía la misma duración que el día. Con ello también se iniciaba la primavera y según lo celebraban muchas tribus alrededor del mundo, era el inicio de la temporada de la fertilidad.

Tal como yo lo esperaba, los preparativos para esa noche eran muchos más de los vistos otros meses y toda la tribu estaba involucrada en tareas diferentes a las que había presenciado en oportunidades anteriores. Los guerreros más adultos reunían a los jóvenes y los vestían con vistosos atuendos ceremoniales, para ellos había llegado el momento de la iniciación como guerreros de la tribu. Por otra parte aquellos que ya eran guerreros, pero que aún estaban solteros, también eran vestidos con atuendos diferentes. Las doncellas de la tribu, por su parte, eran apartadas desde la mañana para prepararlas para esa noche.

Mientras yo observaba todas las cosas que hacían, los banquetes, las vestimentas y los adornos colocados en las entradas de las chozas, el jefe de la tribu se me acercó. A esa altura yo comprendía perfectamente el dialecto.

—Ya han pasado nueve lunas llenas desde que llegaste con nosotros —me dijo— hoy es tiempo que te unas a tus hermanos.

Al principio no me di cuenta del alcance que tenían sus palabras, primero pensé que se trataba sólo de una invitación a ser parte de la celebración. Pero cuando vi a Teiki acercarse con un atuendo similar al que llevaban los guerreros solteros, me di cuenta que en realidad me estaban ofreciendo la oportunidad de incorporarme definitivamente a los guerreros de su tribu. Al ser parte de los guerreros iniciados, también yo estaría esa noche dentro del grupo aptos para ser elegidos por las doncellas para casarse.

A diferencia de otras culturas y opuesto incluso a mis propias raíces, para los Ikirumi eran las doncellas las que elegían a su marido, entre la multitud de jóvenes sin desposar que aún había. Claro que el orden en que ellas realizaban su elección también dependía de su estatus dentro de la tribu. Ver la realización de esa ceremonia iba a ser algo muy diferente en mi vida junto a ellos. Sin duda que cuando inicié mi viaje no estaba en mis planes desposarme aún, y para ser sincero quizás nunca hubiese pensado en hacerlo. Siempre privilegié mi vida aventurera y desorganizada antes que la formación de una familia. Pero estaba tan agradecido que no podía negarme, menos ahora que me sentía uno más de ellos.

Teiki me ayudó a colocarme las vestiduras para la ocasión, unas túnicas nuevas teñidas de rojo, con un cinto alrededor que tenía incrustaciones de piedras brillantes. Como yo tampoco había sido iniciado como guerrero Ikirumi, debía realizar ambas ceremonias ese mismo día, así que primero me reunieron con los once jóvenes que serían iniciados en esa oportunidad. Según mis cálculos era casi mediodía cuando salimos de la aldea con rumbo a la selva; cada uno llevaba una lanza, un cuero con agua y los pies descalzos.

Toda la tarde caminamos por largos senderos, subiendo y bajando cuencas sin comer alimentos, sólo concentrados en cánticos y meditaciones. Luego de varias horas de recorrido, nos llevaron hasta el río donde debíamos llenar los cueros con agua e intentar cazar dos peces. Afortunadamente yo ya me había acostumbrado a salir con ellos en esas tareas, por lo que no me fue difícil conseguir mi propio alimento. Después de capturar los dos peces cada uno, había que prepararlos al fuego, pero sólo uno lo podíamos comer en ese momento y el otro debíamos guardarlo para más adelante.

Una vez saciados y con los cueros llenos de agua, volvimos al sendero principal donde nos esperaban los guerreros y nos entregaron sandalias nuevas, ese era el símbolo del comienzo de nuestros nuevos pasos en la vida. Con ellas caminamos otras largas horas por la selva hasta que finalmente llegó la esperada noche. Los once jóvenes iniciados fueron llevados de vuelta a la aldea, donde debían entregar sus pescados al jefe de la tribu el que los recibiría como nuevos guerreros Ikirumi. Mientras a mi me llevaban a reunirme con los guerreros solteros para dar inicio a la segunda ceremonia. Sin duda que esa era la que me tenía más preocupado y expectante.

Luego de reunirme con los otros siete guerreros solteros de la tribu, los que también cargaban un pescado en sus manos; nos llevaron a otro lugar donde nos dieron algo más de comer y de beber. El chamán de la tribu hacía unas oraciones y unos movimientos con unas ramas que simbolizaban la fertilidad y la fuerza de su sangre guerrera. Seguimos nuestro recorrido por la selva y mientras nos acercábamos a nuestro destino, la luna aparecía imponente en el horizonte y el camino se despejaba del espesor de la selva.

Frente a mí se encontraba la segunda construcción más hermosa que había visto desde iniciada esa aventura. Un extraordinario lugar recubierto de láminas de plata de extremo a extremo, era un gran templo erigido a la majestuosa luna. Yo había recorrido lugares arqueológicos muy renombrados con mi amigo David, grandes civilizaciones en México, Perú y Egipto, pero ese templo sobrepasaba en belleza a muchas construcciones que había visto. Lo más sorprendente de todo, es que era un templo totalmente vigente. Jamás me imaginé que esa sencilla tribu alejada de la civilización tuviera a su haber semejante maravilla. No podía evitar demostrar mi asombro al ver como el resplandor de la luna iluminaba nuestros pasos, mientras el son de los tambores se hacía cada vez más alto.

Cuando llegamos a las puertas del templo, nos colocaron en círculo y sobre nuestras espaldas colocaron una capa blanca que nos cubría la cabeza. Las hermosas doncellas salieron desde el interior del templo, vestidas con relucientes túnicas blancas y velos que adornaban su cabeza. Ellas se ubicaron frente a nosotros mientras los nervios se apoderaban de mí. Ellas se nos acercaron trayendo bandejas de plata reluciente y en ellas debíamos colocar el resultado de nuestra pesca del día. Una vez llenas las bandejas, ellas colocaron brazaletes en nuestros brazos, símbolo del comienzo de ese ritual.

Ese sólo era el inicio de la ceremonia para que ellas pudieran vernos bien. Luego me enteraría que ellas sabían con anticipación a quien elegirían y que sólo los guerreros eran los que permanecían con la incógnita hasta el final. Cada una de las doncellas tomó nuevamente una bandeja y se encaminaron a través de un portal todo cubierto de plata que reflejaba la luz de la luna; era la llamada Puerta de la Luna. Ellas debían pasar una a una por el portal y dar la vuelta alrededor de todos nosotros quitándole la capa de la cabeza a uno de los guerreros por cada vuelta que se concretara.

Ocho vueltas se realizaron alrededor nuestro y yo estaba al final de la fila más nervioso que  nunca. Al verlas caminando entre nosotros sólo podía pensar en quién sería la doncella que me escogería. En todos esos meses había conocido a muchas de ellas aunque no había puesto mis ojos sobre ninguna en particular. Al terminar de descubrirles la cabeza a todos, ellas debían caminar nuevamente por el portal. El orden en que ellas desfilaban ya había sido sorteado previamente y sería ese el mismo orden en que cada una de ellas elegiría a un guerrero. Una vez que cruzaran nuevamente la Puerta de la Luna se encaminarían al final de la primera parte de la ceremonia.

Al salir por el portal la doncella de turno nos rodearía otra vez y se sentaría en las piernas de su hombre elegido. En ese momento el guerrero debía responder a la elección con un beso en la frente si aceptaba o con uno en la mano si no le correspondía. La joven que era aceptada se levantaba en compañía de su futuro marido y juntos entraban al templo donde el chamán celebraría el ritual nupcial. Por el contrario la joven no correspondida debía volver al final de la fila y tenía la opción de escoger a otro guerrero o desistir de su intento de nupcias hasta el año siguiente.

Yo había visto con mucha expectación y alegría como los jóvenes se elegían mutuamente y pasaban frente a mí en dirección al templo. En ese momento la mujer más hermosa de las doncellas de la tribu se encaminaba hacia mí. Mi corazón latió con fuerza al ver como Vikeya, que en su lengua nativa significa la flor de la mañana, se sentaba en mis piernas pidiéndome en matrimonio. En ese momento entendía todo lo sucedido ese día, Vikeya era la hija del jefe de la tribu, sin duda mi participación en ese ritual no era una coincidencia solamente. Pero eso era algo que me tenía sin cuidado, sin duda ella era la mujer que yo hubiera elegido como esposa.

Si bien habíamos compartido mucho cada día, yo había sido muy respetuoso de sus costumbres y jamás me acerqué a ella con otras intenciones, además de sólo saber que ella era la hija del jefe de la tribu, la colocaba en un sitial más alto. Pero cuando dos almas destinadas a estar juntas se conectan, nada las puede separar. La miré a los ojos y la besé en la frente aceptando su propuesta. Sus ojos brillaban de alegría y mi corazón palpitaba a mil de la emoción. Juntos nos levantamos y comenzamos a caminar hacia las puertas del templo. Ahí me encontraba yo, convirtiéndome en parte de los Ikirumi, en esas tierras donde alguna vez casi pierdo la vida, ahora finalmente encontraba a mi gran amor.


Publicación reeditada 2012


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..°¤¤°.¸¸.¤´¯`» Freddy D. Astorga «´¯`¤.¸¸.°¤¤°


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sábado, 7 de julio de 2012

LAS PUERTAS DEL SOL

LAS PUERTAS DEL SOL


A lo lejos se escuchaban nuevamente los gritos de los monos saltando entre las ramas de los árboles, mientras la caravana cruzaba uno de los cientos de senderos que se dibujaban a través del espeso bosque. El viento cálido mecía suavemente las hojas húmedas de los milenarios árboles que nos rodeaban. Mientras el murmullo casi silencioso del río se escuchaba entre los sonidos de la selva. El canto de las aves, los chirridos de las cigarras y el croar de las ranas en el estanque, todo unido en una sinfonía multiforme y al colorido cuadro que se dibujaba frente a nuestros ojos.

Esa era la cuarta semana que llevábamos explorando esos territorios selváticos y aún había provisiones suficientes para varios días más. Pero los guías parecían confundidos y temerosos por algo en particular. De vez en cuando se miraban misteriosamente como esperando que algo se nos apareciera desde lo profundo del bosque. Estaba seguro que no era sólo una sensación personal, tenía casi la certeza que mientras recorríamos esos lugares olvidados, una especie de código se podía ver en sus miradas, sin duda algo les preocupaba.

El grupo avanzaba por la espesa selva, el sol se escondía tras los frondosos follajes, pero ya debía ser cerca de las cuatro de la tarde. El calor era bloqueado en parte por la húmeda selva, pero el sudor nos mojaba por completo la ropa. El grupo estaba compuesto por dos guías, cuatro cargadores, dos arqueólogos, dos botánicos y yo, un aventurero historiador adicto a los viajes. En mi vida había recorrido los parajes más hermosos y los más inhóspitos, los más helados y los más desérticos de toda la tierra. Siempre había un motivo para salir a explorar esta bondadosa tierra.

Éramos once personas inmersas en la selva espesa casi inexplorada, pero muy bien conocida por nuestros nativos compañeros. En nuestro peregrinar encontramos muchas especies de animales que nunca habíamos visto, todo el entorno sobrepasaba con creces todas mis expectativas. Aunque después de cada agotadora jornada, mis piernas ya no eran capaces de moverse un centímetro más. Al menos yo no roncaba como lo hacía el doctor que nos acompañaba, Frank Dalton, un inglés que tenía un doctorado en botánica y estaba recopilando muestras de especies nativas.

Intentar describir la vegetación que nos rodeaba era algo muy difícil, cosas como esas sólo las había leído en libros de botánica y aún así se quedaban cortos en muchos detalles, todo era maravilloso. Los sonidos, el aire y el clima eran algo inimaginable, sin duda esa era una experiencia extraordinaria y única.

De un instante a otro, mientras seguíamos avanzando por esos parajes y el sol de la tarde comenzaba a descender en la lejanía, se produjo un desolador silencio, seguido de un estruendo que obligó a las aves a volar de los árboles. La tierra comenzó a temblar y los animales corrían despavoridos como una enloquecida estampida, mientras nosotros nos afirmamos de lo que podíamos. Después de largos segundos de movimiento, que mas bien nos parecieron interminables minutos, todo se detuvo y la calma volvió otra vez.

Nuestros guías y los cargadores de la caravana estaban de rodillas en el suelo, dando gritos y levantando las manos al cielo como una oración desesperada. Uno de ellos se levantó diciendo:

—Ustedes no son bienvenidos en estas tierras. Deben irse lo antes posible, antes que suceda algo peor...

Sus palabras me hicieron dudar por un minuto de la continuidad de nuestra expedición; pero el espíritu que nos unía era el de enfrentar toda clase de peligros y a lo desconocido. Así que después de discutirlo entre todos, continuamos caminando contra las advertencias de nuestro guía nativo. A no poco de andar, desde el espesor de los árboles se escuchó un zumbido y uno de los exploradores cayó al suelo; luego varios zumbidos más surcaron el aire y a cada uno de nosotros nos llegó un dardo que nos derribó en cosa de segundos. El pinchazo apenas lo sentí en la piel, pero casi inmediatamente sentí las piernas pesadas y mi vista comenzó a nublarse hasta que ya no pude sostenerme en pié.

Lentamente mis ojos comenzaron a abrirse y a dejar atrás la oscuridad en la que se habían sumergido, mis brazos estaban adoloridos y al mismo tiempo adormecidos como mis piernas. No sé cuanto tiempo permanecimos inconscientes. Pero desde donde estaba vi como uno a uno fuimos despertándonos atados a gruesos postes de bambú. Cuando al fin pude distinguir las formas más allá de dos metros de distancia, me di cuenta que estábamos rodeados de nativos. Para mi sorpresa sólo cinco de los once que conformaban la caravana permanecíamos allí; no veía a los guías, ni a los cargadores por ningún lado.

Un hombre de la tribu se me acercó hablándome en su dialecto, mientras alguien atrás de mí tradujo cada una de sus palabras. La voz me era familiar y al girar mi cabeza para verlo, me di cuenta que era uno de nuestros guías. Él caminó hacia el frente mostrándose por completo. Estaba vestido como todos en ese lugar; era evidente que él también pertenecía a esa tribu al igual que el resto de los nativos que estaban en nuestra expedición.

Sin darnos cuenta habíamos sido emboscados por ellos, atraídos como moscas a la miel; fuimos seducidos y cegados por la hermosura de esos parajes, atrapados por nuestro propio afán de aventuras. Con un profundo pesar en mi corazón, bajé la mirada muy avergonzado de haber sido engañado tan fácilmente y pregunté:

— ¿Para qué nos has traído a este lugar? ¿Qué ganas tú con tenernos aquí?

Él tomó mi cara levantándola para que lo viera directo a los ojos y me respondió:

—Soy Tiki Samoa, hijo de la tribu Paplinko, guerreros y guardianes de esta selva; protectores del santuario dorado de Las Puertas del Sol. Ustedes han sido traídos a este lugar para saciar la sed de Kulsa, dios y protector de nuestro pueblo y para calmar su ira contra nosotros…

Miles de palabras vinieron a mi cabeza en ese momento, no sabía qué decir, no sabía si gritar de rabia o rogarle por nuestras vidas. Sólo sabía que nada de lo que le dijese lo convencería de soltarnos. Esas eran sus creencias, era su forma de comprender los sucesos de la tierra y nosotros éramos la solución a sus problemas. Sólo esperaba descubrir pronto el alcance de sus palabras tan severas.

Comencé a hablarle del motivo de nuestra expedición, de los estudios que estábamos haciendo y que no veníamos a destruir ese maravilloso entorno. Pero mientras más me esforzaba en explicarle nuestra visión de la vida, más grande era esa sonrisa burlona pintada en su cara. Quizás muchos antes que nosotros hicieron exactamente lo mismo; he intentaron desesperadamente convencerlo de que los liberara ante la muerte inminente.

Al final y muy en el fondo, yo sabía que nada lo haría cambiar de parecer y guardé silencio bajando la mirada otra vez; él levantó mi cabeza señalando a la distancia la silueta de un cercano volcán humeante. Miré a mis compañeros intentando que alguno me dijera algo que explicara nuestra situación, pero nadie entendía nada. Todos estaban tan confundidos y desesperados como yo; ellos ponían sus esperanzas en mí pero yo no podía hacer nada por salvarnos.

Lo que quedaba del día pasó rápido mientras permanecíamos atados a esos postes, sin embargo los nativos nos dieron de comer en abundancia y saciaron nuestra sed. Parecíamos ganado siendo alimentado para el matadero; nunca, desde que habíamos comenzado esa expedición, habíamos comido tan bien como ese día. Había frutas y carnes en abundancia; carne de ave que parecía ser alguna especie de faisán; la inconfundible carne de jabalí, que yo ya había probado en otras ocasiones y frutas muy jugosas que ni siquiera sabía su nombre o a qué me sabían. Sólo sé que eran un manjar de reyes.

La noche ya caía, por lo que calculaba que serían más de las ocho. Mientras el sol bajaba rápidamente, la luz rojiza del volcán a la distancia se hacía más notoria. Llevábamos casi un mes en esos lugares y jamás nos dimos cuenta de su presencia. Quizás porque la mayor parte del tiempo estábamos inmersos en el gran bosque, y ahora que la vegetación era menos espesa, lo podíamos ver con todo su esplendor. Con danzas alrededor del fuego que nos iluminaba, los nativos dieron inicio a su ritual, mientras al son de cánticos desbordantes, ellos también comían y bebían en abundancia.

Luego de varias horas el fuego seguía encendido; y entre los pasos danzantes de la tribu, un alarido se dejó escuchar desde una de las chozas. Un personaje vestido entero con pieles se hacía presente en medio de las danzas. El chamán levantó sus manos al cielo gritando y luego de algunos giros como un remolino, las bajó señalando a dos de nuestros compañeros. Ellos eran Alexander Stuart, un joven arqueólogo inglés y Alfred Sannen un botánico belga que por primera vez salía en una expedición similar. Obviamente ellos eran los más jóvenes de nuestro grupo.

Los hombres más fuertes de la tribu los soltaron de los postes y los obligaron a beber un fuerte licor nativo. Cuando ya no podían tragar más y pensamos que los soltarían, los voltearon boca arriba y seguían forzándolos a beber más licor. Una vez que estaban embriagados, los soltaron para que caminaran como zombis entre la multitud. Alexander se descompuso al punto de vomitar y desplomarse al suelo casi inconsciente. Por su parte Alfred, que siempre hacía alarde de su resistencia a los licores fuertes, se mecía intentando mantenerse en pié; mientras que los nativos lo empujaban de un lado a otro.

Luego de unos minutos que se divirtieron con ellos y por indicación del chamán, los colocaron sobre una especie de altar de piedra. Ambos estaban tan ebrios que ni siquiera necesitaron amarrarlos para que se mantuvieran quietos. Entre los gritos de la multitud, el chamán levantó un cuchillo enorme y afilado, en ese momento todos guardaron silencio por un instante, hasta que el cuchillo cayó sobre el pecho desnudo de Alfred. La expectante multitud estalló en gritos y danzas nuevamente, mientras el chamán le sacó el corazón, lo levantó hacia el cielo oscuro de la noche y lo lanzó al fuego ante la exaltación de toda la tribu. Luego fue el turno de Alexander.

Después de esa escena sangrienta, el chamán volvió nuevamente a su choza y todo continuó como antes; la música, las danzas y la abundante comida. Nosotros estábamos atónitos ante semejante espectáculo. Tan perplejo estaba, que no vi hacia donde llevaron los cuerpos de nuestros fallecidos compañeros. A esa altura no me hubiese extrañado que luego fueran parte del menú; ya que nos habían advertido de ciertas tribus caníbales, pero no recordaba haber escuchado jamás de los Paplinko.

En mi embriaguez y mezclado con los sonidos de los tambores y los gritos de los nativos, me pareció escuchar a mi amigo David Estuardo decir:

—¿Cómo escaparemos de nuestra condenada suerte?

En efecto, sólo quedábamos tres de nuestra expedición y no había ninguna esperanza de que corriéramos diferente suerte a la de nuestros compañeros. Sólo era cosa de tiempo para que nosotros pasásemos por el mismo afilado cuchillo. David y yo habíamos viajado juntos por muchos años a diferentes lugares; nos conocíamos hacía más de quince años. Él era arqueólogo y un adicto a las aventuras al igual que yo. Cada vez que nos ofrecían emprender un nuevo viaje, no tardábamos en aceptar y unirnos a los recorridos más insólitos.

En esa ocasión, sin embargo, los organizadores de ese viaje éramos nosotros. Nos habían hablado de ciertas historias de templos escondidos y tribus con rituales muy particulares, lo que nos llamó fuertemente la atención. David contactó a Frank quien seleccionó a dos destacados jóvenes en la universidad en la que él impartía clases. Antes de comenzar nuestro viaje investigamos a las mencionadas tribus que habitaban en esos peligrosos lugares. Por esa razón decidimos integrar a nuestro equipo a nativos y guías del lugar que conocieran los senderos y los dialectos, pero nunca pensamos que ellos mismos nos traicionarían de ese modo.

La noche había pasado lentamente y ya comenzaba a aclarar, aunque yo calculaba que faltaba alrededor de una hora para el amanecer. Mis ojos apenas se abrían del todo y mis compañeros habían dormido algunas horas más que yo. Nuevamente el chamán vestido con sus pieles salía de su choza dando órdenes a sus hombres. Muchos de ellos estaban embriagados y se levantaban con dificultad, mientras que otros, que al parecer conformaban una especie de guardia porque sus vestimentas los diferenciaban de los nativos comunes, habían permanecido sobrios. Ellos nos desataron y nos trasladaron por senderos que iban en ascenso a través del bosque, caminamos entre rocas, árboles y helechos hasta llegar a un nuevo lugar al costado de una cascada.

En un pequeño espacio llano se levantaba un altar de piedra y bambú, algunos metros más adelante, frente a la cascada había un portal de piedra perfectamente orientado hacia la salida del sol y completaba el matutino paisaje, el volcán humeante que se encontraba en la lejanía directamente frente a nosotros.

Durante toda la noche sólo había pensado en las mil maneras de escapar, pero viendo el nuevo entorno que nos rodeaba, podía darme cuenta que nada de lo que había planeado daría resultado. Luego de unas palabras del chamán colocaron a nuestro amigo Frank en el altar y sin mucha ceremonia, sólo unos cuantos gritos dirigidos al volcán, el chamán alzó su cuchillo y lo mató. Su sangre caía por una canaleta de bambú hasta llegar lentamente al río para luego caer por la cascada.

Ahora era el turno de David, quien me miraba con ojos resignados, aún incrédulo de lo que estábamos viviendo.

—Espero que sea lo más rápido posible —dijo sin esperanzas de escapar de ese destino trágico que nos había tocado.

Mi garganta se apretó, no pude decirle absolutamente nada, yo estaba choqueado y expectante. Sólo esperaba un milagro para que ambos pudiéramos salir de esa situación con vida. Por un instante recordé una de nuestras expediciones a África, donde David se había contagiado con una extraña bacteria que lo tuvo al borde de la muerte; o en otra ocasión donde fuimos al polo norte y quedamos atrapados en una tormenta blanca que casi nos congela. En esa oportunidad el más perjudicado fui yo, que perdí dos dedos de mi pié izquierdo por congelamiento. Pero aún así habíamos sobrevivido para contarle al mundo las maravillas ocultas de nuestra tierra.

Pero eso era totalmente diferente, no dependía de nuestra voluntad el sobrevivir, ni siquiera de alguna destreza. Aún cuando lográramos zafarnos de las ataduras y escapar, qué rumbo podríamos tomar, cómo atravesaríamos esa selva impenetrable y sobreviviríamos sin comida. Volví mi mirada a David observando con mucho dolor en mi corazón como lo colocaban sobre el altar. Los guardias lo sujetaron firmemente, David gritaba y se movía como una culebra. El chamán volvió a repetir los mismos movimientos anteriores y esas palabras en su lenguaje dirigidas al volcán, y dejó caer el cuchillo dándole muerte sin piedad, para luego arrojar ambos cuerpos cascada abajo.

El único sobreviviente era yo y seguramente por ser el líder del grupo me habían reservado para el final. La claridad de la mañana era cada vez mayor, el sol estaba más cerca de su aparición y todo indicaba que ese sería el momento preciso para mi muerte. El sol aparecería tras las montañas frente a mí, atravesaría el portal de piedra iluminando el altar que entregaría mi sangre a su dios Kulsa. Ellos me colocaron sobre el altar amarrado con los brazos y piernas extendidas; el chamán de la tribu hizo un rito diferente al realizado para mis compañeros. Comenzó con una danza y una especie de oración repetitiva, seguramente estaba esperando que cayera ese primer rayo de luz sobre el altar.

En medio de ese rito un sonido subterráneo se dejó oír, la tierra comenzó a temblar con mucha fuerza y el macizo altar se movía de un lado a otro, y sin mayor aviso el volcán que se veía en la distancia, frente a nosotros, explotó violentamente. Todo se tornó en caos, el movimiento de tierra era tan fuerte que nadie se sostenía en pié, mis ligaduras se soltaron y sentí como se liberaban mis manos y pies. A cada instante el temblor se incrementaba más y más, los nativos se colocaron de rodillas levantando sus manos y sus ruegos desesperados hacia el volcán rugiente.

Yo permanecí inmóvil esperando el momento preciso para escapar. No sabía hacia donde iría, pero al menos debía intentarlo, debía aprovechar esa oportunidad aunque sólo sirviera para demorar mi destino el tiempo que fuera necesario. La calma volvía lentamente a la planicie, la tierra se calmaba y cuando todos se disponían a retomar sus posiciones, yo salté del altar y corrí velozmente hacia la cascada. El sol nos dio en plena cara, ellos sólo pudieron ver mi silueta atravesando el portal de piedra y lanzándome cascada abajo ante la mirada atónita de los guardias de la tribu.

No sabía cuan profundo podía ser el estanque o lo elevada de la cascada, pero a esa altura ya nada me importaba, fue el salto más largo y elevado que había dado en toda mi vida. Mientras iba cayendo en el aire escuché un segundo estruendo que la desesperación y mi pronta entrada en el agua callaron por un instante; al salir nuevamente a la superficie, los gritos se mezclaban con el rugir del volcán.

Me dejé llevar por la corriente del río que varios metros más abajo se calmaba, ahí yacían flotando los cuerpos sin vida de mis desafortunados compañeros. Continué nadando a favor de la corriente hasta llegar a un puente dorado que cruzaba el río. Estaba todo cubierto de oro y sobre él se elevaba un templo con estatuas también de oro. Eso debía ser a lo que se refirió el guía que nos engañó al traernos a ese lugar; el grande e imponente templo dorado de Las Puertas del Sol.

El río atravesaba por debajo de la brillante construcción y continuaba sin parar varios kilómetros más abajo. A pesar de la hermosura de todo mi entorno, yo no podía detenerme ni un segundo a admirarlo, mi vida dependía de dónde desembocara ese río. Por más que miraba hacia atrás, al parecer nadie venía tras de mí; al menos eso ya era un gran alivio. A lo lejos se veía el volcán explosionando con más fuerza y un rugido se escuchaba entre el ruido selvático que había. Las aves volaban fugases, mientras los monos gritaban entre las ramas de los árboles. De manera casi imperceptible la tierra seguía moviéndose suavemente; todo era desolador.

Por la orientación de la pendiente, era evidente que la lava seguiría la cuenca del río directamente hacia donde yo me encontraba, arrasaría la aldea, el templo de oro y todo lo que se interpusiera a su paso. Sólo una pregunta estaba presente en mi mente en ese momento

—¿Qué haré ahora?

Había conseguido escapar con mucha fortuna de los nativos y por la ubicación del sol, las montañas y el río, me sentía más o menos orientado. Sabía que no podía devolverme tras mis pasos, pero también sabía que nadie me esperaba en ningún lado y no tenía idea de donde dirigirme. Tras pensar un momento, decidí salir del río y correr a través de la selva siguiendo de frente con el sol a la espalda.

Ya había perdido la noción del tiempo que llevaba corriendo, el sonido lejano del volcán ya no se sentía en mis oídos, ni tampoco el bullicio de los animales. Me sentía algo agotado y fatigado, cuando de improviso me encontré en medio de otra aldea. Todos los nativos observaron ese inesperado visitante que aparecía desde la espesura del bosque y se quedaba parado en medio de su campamento. Yo no sabía si pertenecían a la misma tribu que me había capturado, pero colocando atención a sus vestiduras, me di cuenta que lo más probable era que no.

Hubo un gran silencio por largos segundos, hasta que un hombre se me acercó e intentó dialogar conmigo en su lengua. Lentamente y sin que se asustara por mi acción, lo tomé del brazo y lo acerqué hacia un claro entre los árboles, para mostrarle a lo lejos la fumarola inmensa que manaba del volcán. El hombre dio voces inmediatamente a los demás habitantes de su tribu y corrieron cada uno a sus chozas en busca de sus cosas. Las familias completas se reunían en medio de la aldea tomando todo cuanto pudieran cargar ligeramente. Mayormente lo que se les veía llevar eran pieles y alimentos, sacos con frutas, carnes disecadas y hatos de ropas.

Yo me mantenía observando todo de manera expectante, impaciente y sin saber qué hacer o hacia dónde ir. El hombre que se me había acercado anteriormente, volvió con su familia y unos sacos de provisiones. Me hablaba en su dialecto y gesticulaba muy aceleradamente, pero yo no lograba entenderle nada. Luego me sujetó del brazo y me entregó sacos de cosas para que yo los cargara, cuando tomé los sacos me indicó por dónde continuar avanzando.

Yo estaba en medio de la multitud corriendo en dirección al río nuevamente, siguiendo al resto de los nativos con sus mujeres y niños. Atravesamos unos senderos muy transitados hasta llegar a la orilla donde había unas pequeñas embarcaciones de bambú que ellos mantenían atadas. En cada bote cabían perfectamente unas ocho personas más todos los sacos que ellos pudieran traer.

Al mirar a mi alrededor me di cuenta que todos los habitantes de esa tribu, caminaban ordenadamente por la orilla y subían a los botes como si hubieran estado esperando que aquello pasara durante mucho tiempo. Nuevamente el hombre que me había entregado los sacos se me acercó indicándome a cual bote yo debía subir. Le entregué la carga para que él la acomodara en la embarcación y cuando todos se habían subido a sus respectivos botes, él les grito unas frases en su dialecto.

Al parecer todos tenían muy claro hacia donde se dirigían, ya que no nos esperaron a pesar de ser los últimos en zarpar. Una vez listos nosotros también, el hombre volvió por el sendero hacia la aldea y en cosa de algunos minutos, volvía con una mirada satisfecha, quizás de ver que nadie se había quedado atrás. Se subió a la embarcación y los hombres que lo acompañaban comenzaron a remar río abajo. Era en una verdadera migración masiva de toda una tribu a causa del volcán en erupción.

Al fin después de largos minutos navegando, el sol alumbró nuestras caras dejando atrás la espesura de la selva, luego el río desembocó en una península por la cual continuamos navegando. Poco más adelante yo podía ver al resto de los habitantes de esa tribu que se enfilaban por aguas más profundas.

Una a una las embarcaciones llegaron a mar abierto y continuaron navegando hasta llegar a una isla cercana donde hicieron una pausa de algunos minutos. A nuestras espaldas la destrucción ya era total, las cenizas, la lava y el fuego arrasaban todo a su paso. A la distancia yo miraba incrédulo la siniestra escena, agradeciendo por mi vida. De un momento a otro yo me había convertido de sacrificio humano para un dios, a ser el salvador de los Ikirumi, la tribu de navegantes que me cobijó desde ese día junto a ellos.



Publicación reeditada 2012

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..°¤¤°.¸¸.¤´¯`» Freddy
D. Astorga «´¯`¤.¸¸.°¤¤°


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