martes, 21 de agosto de 2012

IRREVERSIBLE

IRREVERSIBLE


Con el tiempo la vida nos enseña que hay decisiones incomprensibles que cambian la dirección de nuestros destinos; que existen caminos que jamás deben ser recorridos y que hay senderos que es mejor evitar. Pero cuando alguien se arriesga a recorrer esos peligrosos caminos y sigue avanzando sin retroceder, normalmente termina en un callejón sin salida, sin amigos y muchas veces sin las personas a quien ama.

Si se conociera el final de cada camino no existirían los errores, pero la vida sería monótona, aburrida y sin gracia. Esa era la visión de Antonella, vivir día a día sin importar hacia donde la llevaría su camino y cada vez que se sentía repitiendo las mismas acciones una y otra vez, hacía algo para romper esa rutina. Muchas veces el simple hecho de teñir su pelo de color diferente o cambiar la posición de los muebles de su departamento, le daba la tranquilidad interior de haber roto esa monotonía. Cada día al recorrer las calles de la ciudad se sentía una esclava de las circunstancias, sabiendo que estaba obligada a cumplir las mismas reglas que todos su alrededor. Así que cada cierto tiempo inventaba rutas nuevas para ir a su trabajo o salía más temprano con el sólo fin de no estar amarrada al tiempo. Ese era también uno de los motivos por los que no se había ido a vivir con su novio, ella necesitaba su propio espacio en el cual sentirse libre aún.

Día tras día su mente intentaba resolver el misterio que la envolvía; inventaba situaciones que existían sólo en su cabeza, aunque esa vida paralela sólo estuviera en su mente. Ella necesitaba creer que cada día al quedarse en el departamento de su novio, un nuevo mundo se abría para ella. Aunque cada noche al acostarse, su realidad fuera la misma; triste, vacía e interminable; como si el tiempo se hubiera detenido en un torbellino que la obligaba a dar vueltas y vueltas sin parar.

Pero una mañana al despertar al lado de su novio Vicente, se quedó observándolo detenidamente, examinando cada ángulo de su cara, la redondez de su barbilla y sus pómulos marcados; miraba con toda calma los detalles de su pelo, sus orejas y manos. En ese momento ella se dio cuenta de que él no era el mismo de cuando lo había conocido, sentía que de una u otra manera los meses junto a él habían cambiado su aspecto.

Ella se levantó silenciosamente, sin despertarlo y fue al baño para tomar una ducha caliente. Mientras el agua caía por su cabeza y recorría todo su cuerpo desnudo, ese pensamiento obsesivo seguía rondando su mente. Era como gotas de tinta vertidas en una recipiente de agua caliente; expandiéndose rápidamente hasta teñirlo todo. Al terminar de ducharse, Antonella se envolvió en una tolla y se paró frente al espejo empañado por el vapor de agua; mientras se secaba miraba su cara de uno y otro lado.

—Estoy segura que él está diferente, en cambio yo sigo igual, es como si los años no pasaran por mí.

Pero estaba equivocada, porque a cada instante de nuestras vidas, todos los días, a cada segundo cambiamos. En su afán por obtener respuestas a su banal curiosidad, ella volvió a la cama y despertó a Vicente.

— ¿Tú me amarías si yo fuera diferente? —le preguntó cuando abrió los ojos— ¿Me amarías si yo fuera otra persona?

—No podría amar a otra persona que no fueras tú —contestó él un poco extrañado por la pregunta y aún somnoliento— Si fueras diferente no me habría fijado en ti, porque ya no serías tú realmente. ¿Por qué lo preguntas?

—No, por nada —respondió ella un poco desconcertada y no conforme con la respuesta.

Sin embargo en silencio guardó una pregunta más complicada aún; una interrogante que la atormentó todo el día; al recorrer las calles con su mirada perdida; al subir al metro y avanzar en dirección a su trabajo. Aún en su oficina mientras trabajaba frente al computador, esa pregunta rondaba sus pensamientos. Las horas pasaron y ese gusano en su cerebro permaneció carcomiendo su conciencia. Hasta que finalmente, esa noche de vuelta en el departamento de Vicente,  al estar con él en la intimidad, lo dejó escapar de su boca.

— ¿Podrías cerrar los ojos e imaginar que yo soy otra mujer?

Vicente quedó muy impactado por sus palabras.

— ¿Qué acabas de preguntar?... ¿Qué está pasando contigo Antonella?

—Nada, sólo quiero que pienses que soy otra mujer ¿Acaso tiene algo de malo eso?

—Después de todo el tiempo que hemos estado juntos —le dijo Vicente mientras se levantaba de la cama enojado y se arropaba con su bata— ¿Ahora vienes con estas locuras superficiales? Estás muy equivocada Antonella, el amor entre nosotros es mucho mayor que las apariencias; el que no vivamos juntos aún no quiere decir que no quiera estar contigo o que me imagine mi vida con otra mujer…

Sin saber qué hacer o cómo explicar lo que estaba sintiendo, ella se puso a llorar desconsoladamente, no sabía cómo expresarle lo que estaba sucediendo en su interior. Ese pensamiento estaba muy arraigado en su mente. Antonella le pidió disculpas y se acostaron nuevamente a dormir. Aunque después de apagar las luces ella permaneció despierta gran parte de la noche. Sabía que lo sucedido había abierto una puerta difícil de cerrar, por su mente sólo desfilaba la idea de escapar, huir lejos de todo lo conocido, desaparecer de la tierra y que nunca más se supiera de ella.

Antonella se levantó silenciosamente antes que amaneciera, con suerte durmió un par de horas mientras pensaba en lo que haría ese día. Ella salió sin despedirse de Vicente, aunque a él no le extrañaba nada de lo que ella hiciera, ya estaba acostumbrado a muchas de sus actitudes y locuras. Simplemente para él, ese había sido uno más de sus caprichos; aunque esta vez él no le daría en el gusto.

Ella salió del departamento sin rumbo fijo, sólo se dedicó a caminar por las calles sin pensar dónde la llevarían sus pasos. La fría mañana humedecía sus mejillas que aún recordaban las huellas de las lágrimas derramadas. Sus ojos brillosos, fatigados y somnolientos miraban al horizonte sin encontrar donde acabaría ese peregrinar. Antonella apagó su celular para no atender ninguna llamada y después de muchas vueltas por la ciudad, decidió no ir a trabajar ese día y volver directamente a su departamento. Al pasar el umbral de su puerta, ella sabía exactamente lo que haría.

Como cada tarde Vicente la llamó y se preocupó mucho al no poder comunicarse con ella. Ya antes habían discutido por sus caprichos, pero nunca había dejado de responder sus llamadas; a lo mucho le enviaba un mensaje de vuelta diciéndole que no quería hablar con él, pero jamás apagaba su teléfono. En vista que no le respondió las llamadas durante toda la tarde, él decidió ir a su oficina; pero al preguntar por ella en la recepción, le informaron que ese día no se había presentado a trabajar. Vicente sabía que algo no andaba bien, era un mal presentimiento extraño y angustiante; así que decidió ir al departamento de ella esperando encontrarla allí. Pero al hablar con el conserje, él le dio la mala noticia:

—La señorita Antonella dejó su apartamento durante el día. Me pidió que le avisara cuando llegara el camión de mudanza y al irse, dejó un sobre sellado para el dueño del departamento con las llaves. Los hombres de la mudanza cargaron todas sus cosas en un par de horas y finalmente se fue sin dejar ninguna dirección… estaba muy apurada y casi ni se despidió… realmente fue algo muy repentino.

La cara de Vicente reflejaba toda la angustia que estaba sintiendo en ese momento, casi no podía creer lo que había sucedido, pero en el fondo esa era exactamente una de las cosas típicas de Antonella. Quizás se había aburrido de vivir allí y había encontrado otro lugar mejor; seguramente cuando se sintiera cómoda lo llamaría para avisarle. Pero los días pasaron y Vicente seguía sin saber nada de ella, era como si la tierra se la hubiera tragado completamente. La situación había dejado de ser algo típico de ella y Vicente decidió dar aviso a la policía por presunta tragedia. Colocó carteles en lugares públicos, intentó localizar a algún familiar o alguien que la conociera por más tiempo que él; hizo todo cuanto estuvo a su alcance hacer, pero sin obtener resultado alguno. Antonella simplemente había desaparecido.

Las semanas se transformaron en meses; pasó el invierno, la primavera y el verano, y Vicente poco a poco se fue resignando a que jamás la volvería a ver. Pero cada vez que él veía a una mujer parecida a ella, su corazón se aceleraba al máximo, para luego caer en un vacío enorme que recalaba en su pecho al darse cuenta que no era Antonella. El otoño ya presagiaba un frío invierno y las hojas cubrían las calles y los parques. Sus amigos lo alentaban una y otra vez a salir y conocer a alguien que lo hiciera olvidar su desamor, pero cada vez que alguna salida podía ser realmente importante, algo sucedía, algo interfería con una linda velada y esa posibilidad de llenar nuevamente su corazón se esfumaba.

Al completar un año de que Antonella desapareciera, Vicente llevó un ramo de flores para arrojarlas al borde del río donde una fría tarde se conocieron. Él quería cerrar el ciclo de su pasado y dejar atrás de una vez todo lo sucedido, aunque muy en su interior siempre habría un pedazo de su corazón para ella.

Ya habían pasado un par de meses desde esa tarde en que Vicente decidió sacar el recuerdo de Antonella de su vida. El día había estado lluvioso y helado, la noche era propicia para tomar un trago que le subiera la temperatura, al menos esa era su intención cuando entró a ese bar. Pero después de un par de tragos se dio cuenta que frente a él había una mujer que no le quitaba los ojos de encima. Primero sus miradas se cruzaron entre la multitud y luego de unos minutos él decidió acercarse a conversar.

—¿Aceptarías que te invite un trago y algo de compañía?

Ella aceptó ambas. Su nombre era Alicia y algo en ella le recordaba a su Antonella, aunque ya había escuchado de sus amigos que esas cosas solían suceder. Que por más que intentara olvidarla, siempre vería algo de ella en otras mujeres.

—Siempre después de una pérdida se busca reemplazar a esa persona con alguien muy similar en apariencia o en personalidad.

Pero eso era algo que Vicente no quería hacer, él quería conocer a alguien totalmente opuesta. Así que mientras él la miraba detenidamente, observaba sus finas facciones y recorría con su vista cada detalle, en su mente se repetía una y otra vez lo diferentes que eran. Aún así, algo en su manera de sonreír lo estremecía y algo en su forma de mirar le recordaba a su querida Antonella. Después de mucho conversar ambos se sentían muy a gusto hablando de sus vidas y de sus sueños. Alicia hacía muchas preguntas, como toda persona curiosa de saber el pasado de quien tiene enfrente, pero había cosas que Vicente evitaba decir.

A las horas después, ambos ya estaban pasados de copas y reían por cualquier cosa; desde ese momento Vicente no dudó en sincerarse cada vez más con ella, al punto de contarle lo sucedido con Antonella. Mientras él hablaba, cada palabra reflejaba que Vicente aún la amaba, era algo inevitable; pero Alicia lejos de molestarse con la situación lo seguía escuchando atentamente y sin interrumpirlo. La conversación se tornó en un monólogo cuyo único tema era Antonella, hasta que Vicente se dio cuenta lo que hacía y guardó silencio un momento.

—Perdona —dijo avergonzado— lo menos que quería era terminar hablando de ella, pero comprenderás que necesitaba desahogarme.

—No te preocupes —dijo ella mientras se le acercaba al oído¬— Yo haré que la olvides.

Con tanta convicción lo dijo que Vicente se estremeció completamente y se levantó de un salto de su asiento.

—Jamás la olvidaré —dijo molesto mientras golpeaba la mesa— nunca podré sacarla de mi mente.

Vicente se dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta tambaleándose de ebrio mientras hacía el intento de abotonar su abrigo. Alicia lo seguía de cerca gritando y llorando, afirmándose de las sillas intentando no caer al suelo.

—Al menos te pido una oportunidad —decía Alicia a sus espaldas— ya verás que yo podría llegar a amarte mucho más que ella.

—A penas me conoces —dijo Vicente dándose vuelta hacia ella— ¿Cómo entonces puedes hablar de amor? ¿Qué sabes tú de lo que yo siento por ella o de la intensidad con ambos nos amamos?

Alicia guardó silencio y bajó la mirada. Vicente salió a la calle mientras la lluvia caía copiosamente, Alicia lo siguió en silencio y a la distancia lo vio subirse a un taxi y perderse en la oscuridad de la noche. La lluvia ocultaba sus lágrimas, pero la amargura en su corazón no se la llevaría ni la tormenta más grande de la tierra.

Al día siguiente la lluvia había parado por completo, pero la mañana permanecía nublada, húmeda y helada. Vicente aún sentía el malestar de esas copas de más de la noche anterior, pero no era su costumbre faltar al trabajo por muy mal que se sintiera. Un café muy cargado y un sándwich lo harían recuperar el semblante. Aunque su mente aún permanecía atada a las palabras de Alicia. Él se colocó el abrigo y salió en dirección a su trabajo; pero al llegar a su auto, encontró una nota sujeta al parabrisas. Lo abrió rápidamente y al mismo tiempo lo dejó caer de sus manos paralizado por la impresión. Era un mensaje de Antonella.

—Perdóname por haber desaparecido así de esa manera; sé que no es justo lo que he hecho y que no debería pedirte nada, pero aún te amo. Quisiera que nos viéramos hoy a las siete de la tarde en nuestro lugar; si no vienes lo entenderé, pero te estaré esperando. Con amor Antonella.

Volvió a recoger la nota antes que el viento se la llevara. Su corazón comenzó a latir aceleradamente, una combinación de alegría y rabia chocaban en su interior. Sabía con toda certeza que esa no era una broma. La letra y la forma especial en la que la carta estaba firmada eran indiscutiblemente de ella. Después de leerla un par de veces más, Vicente sintió que tenía todo claro en su vida nuevamente. La angustia de esos meses y el vacío que sentía en su corazón se alejaban, sabía que si se encontraban volverían a estar juntos otra vez, sin rencores; porque a la única persona a quien podría perdonarle esa locura era ella.

Ese día las horas pasaron muy rápido y ya se acercaba el tan esperado momento del reencuentro. Lo único en que Vicente pensaba era en ver su cara nuevamente, estrecharla entre sus brazos y besar sus dulces labios. Deseaba sentir su perfume embriagante y perderse en su mirada una vez más. A cada instante, a cada segundo sentía su corazón más y más agitado, como si fuera un adolescente camino a su primera cita. Él entró al bar que habían bautizado como “su lugar”, ya que fue allí precisamente donde se conocieron.

El lugar no había cambiado mucho, a pesar que sólo volvió a visitarlo un par de veces desde la desaparición de Antonella, con toda la esperanza de encontrarla allí sentada. Por eso ese momento era tan mágico para Vicente; quien había soñado con ese instante cientos de veces.

Desde lejos la vio sentada de espaldas a la puerta, con las manos entre cruzadas sobre la mesa y con la cabeza levemente inclinada hacia delante, como era su costumbre. Vicente se colocó frente a ella y quedó atónito al ver que Antonella llevaba una máscara que le cubría la cara. La imagen con la que escondía su cara era la foto que se habían tomado la noche en que se conocieron. Vicente se sentó frente a ella sin quitar su vista de la máscara, sabiendo que el humor de ella siempre había sido fuera de lo común. Sin embargo sentía que esa broma había llegado demasiado lejos; una rabia incontenible crecía en su interior como un volcán a punto de estallar. Antonella permanecía en silencio y Vicente no soportó más, se levantó de la mesa y se dio media vuelta para irse.

—Espera amor... espera... —dijo ella antes que él emprendiera la huída.

— ¿Qué es todo esto Antonella?... —respondió Vicente volviéndose violentamente hacia ella— Desapareces por más de un año y luego apareces de la nada, me escribes para que nos juntemos, y ahora vienes aquí con esa ridícula máscara para burlarte de mí ¿Qué crees que estás haciendo?

—Perdóname —le contestó Antonella sin quitarse la máscara— te amo tanto que tenía miedo que te enamoraras de otra mujer. Pero ahora me doy cuenta que lo nuestro es más grande que cualquier circunstancia. Perdóname por todo el tiempo que he perdido de estar contigo...

Vicente se acercó a ella hasta colocar su mano sobre la máscara, pero antes que la pudiera sacar de su cara, Antonella le sujetó la mano.

—Espera un momento… ¿Realmente quieres ver mi nueva cara?

— ¿Nueva cara dices? —Vicente soltó la máscara de inmediato y dio un paso hacia atrás mientras un escalofrío recorrió su cuerpo— ¿Qué has hecho Antonella? ¿Quién eres realmente? La verdad es que te desconozco... Ya no eres la persona de quien me enamoré…

Vicente dio media vuelta y se alejó del lugar muy desconcertado, dejando atrás a Antonella y su máscara. Él salió del bar y caminó varios metros lejos de donde se habían reunido, pero la intriga lo obligó a devolverse y esperar escondido a que ella saliera para seguirla. Antonella salió del bar y caminaba sin mirar hacia atrás, llevaba la máscara en la mano mientras avanzaba aceleradamente. Vicente la seguía a distancia pero no podía ver su cara, luego de veinte minutos de perseguirla, la vio entrar a una clínica muy particular. Las puertas se cerraron tras de ella y él se escabulló siguiendo sus pasos.

Escondido en los rincones observó cada paso que ella dio hasta llegar a una sala donde la atendieron. Ella permaneció adentro cinco minutos y salió llorando desconsolada, corrió por el pasillo hasta la entrada y se fue sin darse cuenta que él la había seguido. Esa era la oportunidad que Vicente estaba esperando para averiguarlo todo. Sin demorar más, él entró en la misma sala de la cual salió Antonella y allí se encontró de frente con un doctor.

Vicente estaba algo nervioso, no sabía de qué manera explicarle lo que estaba pasando. Pero finalmente encontró las palabras para hablar con aquel cirujano especialista en estética facial. Vicente le explicó que la mujer que acababa de salir era su novia e inmediatamente él bajó la mirada y se colocó algo nervioso.

—Necesito saber ¿Por qué salió llorando de aquí?

El doctor algo dubitativo guardó silencio un momento antes de explicarle con mucho pesar las razones tras el desconsuelo de Antonella.

—Cuando ella vino a la clínica la primera vez hace más de un año, la verdad es que no entendí cómo una mujer tan hermosa podía necesitar una cirugía para ser feliz. Sin embargo por más que le insistí para que desistiera de hacerla, ella estaba tan decidida que pensé sería mejor que se atendiera conmigo y no con cualquier inescrupuloso. Pero ahora ha vuelto arrepentida porque quería revertir la operación, quería volver a tener su antiguo aspecto pero eso es imposible. Por más que me esfuerce, ella nunca volverá a tener sus antiguas facciones.

Vicente se mostraba algo confundido, la verdad que sin ver el nuevo rostro de ella no podía tener una imagen diferente de Antonella. El doctor sin decir más palabras sacó del archivero la ficha médica y se la entregó. Vicente extendió su mano para tomar las fotos que el hombre le entregaba, en ese momento sintió un enorme vacío en su interior y un estremecimiento que lo sacudió por completo, ya que sabía que ella no sólo había cambiado en apariencia; modificar su rostro también había cambiado su interior. Pero jamás pensó que esa nueva cara sería el rostro de Alicia.

Apenas podía sostener las fotos en su mano, con suerte se mantenía en pié. Sin duda que la extraña aparición de Alicia en su vida le había devuelto las esperanzas de superar la pérdida de Antonella, pero ahora que todo tenía un sentido macabro y egoísta, le sería muy difícil volver a amarla. Según le había contado el cirujano, cinco meses le tomó a ella la recuperación después la operación. En ese lapso de tiempo, lo que él más amaba de ella, su esencia y su fragilidad, también se habían perdido.

Cada foto que él había guardado junto a Antonella, ahora eran de otra persona, de una total desconocida y aunque pudiera fingir que todo estaba bien, no podría sobrellevar la triste realidad. Su dolor estaba más allá de la razón, Vicente había sufrido mucho por toda esa situación. La pérdida de Antonella, la incansable búsqueda, el interminable sentimiento de esperanza que ahora se diluía en una profunda confusión.

Desde ese día Vicente desapareció sin dejar rastros y ahora sería Antonella quien lloraría la partida de su amado. Ya habían pasado unos días cuando el teléfono de ella sonó; su corazón se aceleró al pensar que sería Vicente. Pero esa alegría momentánea se esfumó al darse cuenta que era el cirujano que la había operado, quien la llamaba y necesitaba que se dirigiera a la clínica urgente. Nuevamente su cara se llenó de alegría al pensar que había una solución para recuperar su antigua apariencia y que al fin el doctor la operaría para lucir como era antes de esa locura.

Los minutos que la separaban de las noticias se hicieron eternos; al llegar a la clínica entró raudamente corriendo por los pasillos y antes que recuperara el aliento, el doctor le entregó una carta para ella. Era de Vicente y decía:

—Te amo y nunca dejé de amarte aunque no estabas aquí conmigo, me había resignado a tu pérdida y hasta tenía predispuesto mi corazón para volver a amar. Pero nunca imaginé que volverías a romper mi corazón, que jugarías con mis sentimientos para saciar tu egoísmo. Sin embargo no puedo ocultarte la decisión que he tomado. No me verás hasta en seis meses más, cuando al igual que tú sanen mis heridas por la operación, aunque no creo que con eso sane mi corazón. Yo también he cambiado mi rostro para ser alguien diferente, sólo así tú sabrás lo que siento ahora y yo sabré lo que estás sintiendo tú. Te buscaré cuando todo esté bien, pero ¿Sabrás reconocer quién soy yo?...

La carta terminaba con esa frase de despedida; el doctor no tenía fotos del nuevo aspecto de Vicente, él se las había llevado consigo; no había nada que le mostrara a Antonella cómo sería su nuevo rostro o cómo poder reconocerlo. Los días se convirtieron en semanas y las semanas pasaron a ser meses y el tiempo del anhelado regreso se había cumplido. Antonella lo buscaba siempre tras cada mirada, en cada hombre que se cruzaba en su camino, pero no lo encontraba. Muchos hombres la invitaron a salir y ella accedió pensando que se trataba de Vicente; pero pronto se daba cuenta que no era él. Su corazón ya no sabía a quien amar y sus labios ansiaban encontrarlo. Esa tortura la estaba matando y la consumía lentamente hasta el alma.

Cada día que pasaba era una incansable búsqueda entre la multitud; una locura descontrolada que no soportó más. Antonella volvió a la clínica para sacarse esa máscara de mentiras. Antonella había quedado atrás en el pasado y ahora Alicia pasaría a ser otro rostro olvidado. Vicente no volvería a ella y si lo hiciera algún día, tampoco sería el hombre a quién ella amó. Si el destino los uniera en algún momento no se reconocerían y desde ese día serían sólo dos desconocidos para siempre, caminando la senda de una decisión irreversible.



Publicación reeditada 2012


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..°¤¤°.¸¸.¤´¯`» Freddy D. Astorga «´¯`¤.¸¸.°¤¤°


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miércoles, 8 de agosto de 2012

LA OSCURA DAMA DEL LAGO


LA OSCURA DAMA DEL LAGO


El aire templado de la noche me invitaba a abrir las ventanas para que la brisa de la noche acariciara suavemente mi piel. Desde la cabaña se podía ver claramente la superficie del lago reflejando la luz de la luna. Ya casi había olvidado como se veía ese paisaje por las noches de luna llena, ya que hacía más de ocho años que no iba por esos lados. Esa cabaña pertenecía a mis padres y en mi niñez, durante las vacaciones de verano, era el lugar habitual para escaparse por dos meses. En ocasiones mis padres nos llevaban unos días en invierno, para disfrutar del apacible entorno del bosque, de los árboles altos y la vegetación abundante.

A veces cuando uno se ausenta de algún lugar por mucho tiempo, al verlo nuevamente uno se vuelve a enamorar o se desencanta completamente al descubrir que esos recuerdos guardados en la memoria son diferentes a la realidad. Lamentablemente tendría que esperar hasta el otro día para volver a recorrer los alrededores a la luz del sol y saber si mis recuerdos me ayudarían a reencantarme con ese hermoso lugar. El viaje había sido tan largo que a penas llegué a ver la puesta del sol tras las colinas del occidente.

El aire cálido del verano fluía por las habitaciones renovando el ambiente que olía a polvo y encierro. Quien diría que al final sólo la muerte de mis padres podría traerme de vuelta a ese hermoso lugar. Y pensar que hace unos pocos meses ellos habían estado allí, frente a ese mismo lago, disfrutando de la última visita a esos lugares. La vida es tan frágil que cuando menos se lo espera, la llama se extingue y el alma vuela al infinito, dejando esa pila de huesos y carne que vuelven a la tierra.

Encendí las luces exteriores y cambié también aquellas ampolletas que estaban quemadas, luego conecté el refrigerador nuevamente a la corriente y lo abrí para que se fuera ese olor a húmedo. Afortunadamente cada vez que mis padres iban dejaban todo limpio y guardado. La única suciedad que había era el polvo que se había acumulado en esos meses. Por un instante mientras me dedicaba a limpiar y a barrer las habitaciones, me pareció escuchar un susurro en el exterior. Era como dos personas conversando, pero cuando me asomé por la ventana, no había nadie. Entonces salí de la cabaña para estar seguro, pero no había nadie en los alrededores.

Entré nuevamente para continuar ordenando y aseando; después de ese agotador viaje yo sólo quería comer algo y descansar plácidamente hasta el otro día. Regresé a la cocina para comenzar a guardar los víveres que había traído con el fin de estar un par de semanas allí. Por más hermosos recuerdos que tenía de mi niñez, no estaba en mis planes inmediatos hacerme cargo de ese lugar. Por el contrario, muchas veces había recriminado a mis padres por no venderlo. Desde mi punto de vista, significaba más un gasto que una inversión ya que ni siquiera lo arrendaban. Toda vez que algún amigo de ellos lo quería usar, sólo les bastaba con pedirlo prestado con anticipación y mi padre les entregaba las llaves para que lo usaran. Lamentablemente ellos ya no estarían para hacerse cargo de las cosas, ni para disfrutar de su pequeña cabaña.

Mientras barría la sala y sacaba las cenizas acumuladas en la chimenea, por segunda vez escuché ese extraño ruido que parecía un susurro lejano. Era como una especie de zumbido que me obligó a dejar lo que estaba haciendo en ese momento y a guardar silencio. Pero entre el ruido que hacían las ramas de los árboles al mecerse por el viento y los sonidos de grillos y ranas cantoras que se percibían alrededor, no logré escuchar nada fuera de lo común, aquel sonido constante, molesto y repetitivo había cesado nuevamente.

Continué haciendo mis labores pero esta vez una extraña intranquilidad me invadía, era una sensación difícil de explicar. Era un sentimiento triste y desolador como si hubiera un profundo vacío en mi interior. No era una necesidad de algo, tampoco la tristeza de estar en la cabaña de mis padres y que ellos no estuvieran más a mi lado. Estaba seguro que tampoco era un llanto ahogado por su pérdida, ya que había llorado a mares desde el mismo día que me avisaron que habían tenido un grave accidente. En ese momento no necesité saber más detalles, algo en mi interior me avisó que los había perdido para siempre.

Pero eso era diferente, era como si una voz interna o la voz de algo a mi alrededor, quisiera hablarme o intentara comunicarse de alguna manera. Eso me mantenía muy inquieto y expectante. De un instante a otro la sensación se hizo más fuerte, mi corazón estaba muy agitado latiendo con mucha fuerza, casi a punto de salir de mi cuerpo. Comencé a sentirme sofocado, me faltaba el aire; miraba a mi alrededor sin poder encontrar una explicación a lo que me causaba esa agonía.

La temperatura de mi cuerpo subía y subía, comencé a sentirme como una antorcha encendida. El calor invadía todo mi ser, mis manos comenzaron a sudar sin parar y mis latidos hacían fluir una gran cantidad de adrenalina por mis venas. Nunca en mi vida había experimentado esa sensación desesperante, casi suicida. Sentía mis ojos pesados y mi piel estaba completamente mojada en sudor. Las ganas de gritar me invadían y mis manos comenzaron a temblar; casi no podía mantenerme en pie y mis piernas se doblaban cada vez más.

Me senté un momento para recuperarme de mi malestar, pero fue peor; el calor de mi cuerpo aumentaba y mis fuerzas flaqueaban hasta hacerme caer. Estaba tendido en el suelo pero sin perder la conciencia y comencé a arrastrarme hacia la puerta. Con los codos y brazos me impulsaba poco a poco hasta que finalmente alcancé la manilla y pude abrir la puerta para salir y respirar profundamente el aire de la noche. El bosque estaba claro, la luna brillante penetraba la espesura de los árboles y provocaba reflejos en el agua del lago.

Pero mi agitación no disminuía, así que me arrastré desde la entrada en dirección al agua. Me sujeté de la baranda del sendero que conectaba la cabaña con el muelle y me impulsé hasta colocarme en pie nuevamente; paso a paso avancé hasta llegar al borde del muelle. Aún sofocado y casi sin aire, me quité la camisa y los zapatos para me dejarme caer al agua. Sin duda que eso debería calmar esa sensación extenuante y apagaría ese fuego que sentía.

Durante largos minutos nadé bajo la luz de la noche, dejando que el agua fría apagara mi piel encendida en llamas. Nuevamente ese susurro gutural retumbó en mis oídos y me invadió el pánico. Me encontraba a unos cincuenta metros de la orilla y el ruido se sentía tan claro como el agua; lentamente ese sonido se convirtió en una voz que me llamaba desde las sombras. Mi nombre se escuchaba nítido al viento, mi corazón se aceleró por el miedo y comencé a nadar con total desesperación hacia la orilla. El agua agitada se ponía cada vez más helada, como si de un momento a otro se fuera a congelar.

En ese momento sentí una corriente de agua gélida que pasó bajo mis pies y comenzó a arrastrarme lejos llevando mi cuerpo hacia el centro del lago. Mis piernas se entumecían, mis manos desfallecían al intentar mantenerme a flote. Las fuerzas se me iban agotando y decidí dejarme llevar por la corriente hasta que todo se detuvo. Eso parecía sólo un mal sueño, una oscura pesadilla que me rodeaba y me aprisionaba sin salida. Nuevamente el murmullo acallaba, el agua se calmaba y volvía a su temperatura normal.

Me acerqué lentamente al muelle hasta llegar exhausto y salí del agua para volver a la cabaña. Caminé por los tablones resecos hasta llegar al sendero, cuando a cinco metros de llegar a la cabaña, la silueta de una mujer parada en el umbral de la puerta se hizo visible, ella estaba totalmente vestida de negro. De algún modo extraño, mi corazón sabía que era ella quien había susurrado mi nombre hace unos minutos atrás, que era ella quien había causado tal estrago mi alrededor, era ella la causante de tan irreal desorden.

Algo en mi interior me impulsaba a hablarle, pero mis palabras se encerraron en la oscuridad; yo estaba totalmente petrificado, sin habla y sin movimiento. Su fuerte presencia agitaba el aire y lo consumía completamente; su perfume a flores secaba el ambiente y penetraba en lo más profundo de mi ser hasta controlarme totalmente. Ella comenzó a acercarse a mí y con cada paso que daba su presencia me invadía. Saqué la daga que siempre llevo en mi cinturón y se la mostré amenazante, pero pareció no inmutarse y continuaba avanzando hacia mí.

La hoja de la daga reflejó la luz de la luna cuando la levanté para atacarla. Ella no se movió ni hizo ningún movimiento cuando se la enterré en el costado. Fue como enterrar un cuchillo en una cascada de agua, al retirar la daga de su cuerpo la hoja se volvió negra y se convirtió en cenizas como papel quemado en medio de una fogata. Sus ojos se encendieron en respuesta a mi osado ataque y con un soplido me lanzó al suelo. Mientras yo permanecía tendido sobre la hierba ella repetía una y otra vez mi nombre, y comenzó a acercarse nuevamente a mí flotando por el aire.

Ella levantó su mano izquierda, me sujetó con firmeza del cuello y comenzó a elevarme lentamente. El miedo me embargó por completo, sentía que el aire me abandonaba y que mi vista se nublaba. Mientras con su mano derecha, alzó lo que parecía un afilado puñal; la luz de la luna se reflejó sobre la hoja de frío y reluciente acero iluminando su cara. Ella tenía ojos negros y su piel era blanca como la nieve. Sus rasgos finos y definidos se grabaron en mi mente y en mi corazón; de manera que aún no logro explicar. Desde lo más profundo de mi ser y con la voz al borde de extinguirse le dije:

—Entiendo lo que estás sintiendo, yo también perdí a las personas que más he amado en la vida.

Ella se estremeció por un instante, parecía muy confundida por mis palabras a pesar de su naturaleza fantasmagórica y sobrenatural. Seguramente no esperaba que un simple mortal le dijera algo tan profundo y verdadero. Ella dejó de presionar mi garganta hasta liberarme, yo caí de rodillas sobre la hierba húmeda, mientras ella dejaba caer su arma. Ella permaneció inmóvil, confundida, como meditando en mis palabras. Entonces aproveché su estado letárgico y sin darle tiempo de reaccionar, me levanté y corrí hacia la espesura del bosque dejando atrás su figura oscura y sus ansias de matarme.

Yo corría bajo la oscuridad de la noche alumbrado suavemente por la plateada luz de la luna, me escabullí entre los árboles intentando dejarla atrás. Cada cierto tiempo miraba hacia atrás sobre mis hombros esperando no ver su silueta tras de mí. Mi corazón estaba tan agitado que tenía miedo que en cualquier momento estallara. Mi piel comenzó a sentir un calor envolvente que me consumía paso a paso. Sólo seguí corriendo sin detenerme, ocultándome tras los troncos y la hierba para poder recuperar el aliento. Pero mientras hacía esas pequeñas pausas, a lo lejos lograba ver su silueta que me seguía lentamente sin perder mi rastro y que era precedida de un aire sofocante que olía a pasto seco quemado.

Yo sabía perfectamente quien era ella. Muchas veces había escuchado su trágica historia que ahora volvía a mi memoria para ayudarme a comprender todo lo que estaba sucediendo a mi alrededor. Avancé otro largo trecho entre los senderos olvidados y las pendientes ocultas en lo profundo del bosque. Nuevamente hice una pausa para recuperar mis fuerzas y comencé a recordar la primera vez que había escuchado de ella. Ya habían pasado más de veinte años desde ese día alrededor de una fogata junto a algunos de mis amigos más cercanos. Mientras nos turnábamos para contar las mismas historias de terror que solíamos decir una y otra vez en toda ocasión, uno de ellos habló por primera vez de la oscura dama del lago.

—Ella recorre estos lugares —dijo mi amigo— los bosques, las quebradas y las orillas del lago con sus vestidos negros y su hermosa apariencia angelical. Se dice que es normal verla en las noches entre invierno y primavera. Los meses en que comienzan a aparecer los primeros brotes y la nueva vida germina en el bosque. Nadie que se la haya encontrado cara a cara ha podido sobrevivir a su mirada asesina y cae paralizado en el mismo lugar.

Yo tenía quince años cuando escuché esa historia. Muchos años atrás un incendio de grandes proporciones, el peor que se recuerda en esos lugares, se propagaba por las laderas del cerro a las orillas del lago. Las llamas se veían a kilómetros y el humo se levantaba en una interminable columna que oscurecía el cielo. La hermosa mujer vivía muy cerca de ahí junto a su esposo y su hija pequeña. Ese día ella había ido al pueblo por suministros y al regresar, ella vio desde lejos el humo que se elevaba entre los árboles y su corazón se estremeció por completo. El sonido de las sirenas de bomberos se escuchaba a kilómetros, mientras las brigadas forestales y mucha gente, colaboraban en sofocar el fuego. Su casa se encontraba al borde de un acantilado y la única forma de llegar, era cruzando el bosque en llamas. Cuando vio la gran aglomeración de gente y los carros cerca del camino que accedía a su casa, entró en pánico.

—Mi esposo y mi hija están ahí —les dijo a los bomberos esperando de ellos su ayuda— ellos no podrán salir porque mi esposo se encuentra muy enfermo en cama.

Mientras ella les rogaba que los rescataran, nadie reaccionó a sus palabras. La verdad es que nadie la conocía, generalmente no era ella quien iba al pueblo sino su marido. Pero en esa ocasión, por la enfermedad de su esposo, ella debió ir por medicamentos y provisiones. Lamentablemente los que estaban en el lugar la confundieron con una mujer trastornada que vivía al otro lado del lago. Ella comenzó a gritar y se esforzaba por hacer que la ayudaran a sacarlos de allí, pero no consiguió hacerse escuchar. En un acto desesperado, ella se internó en el bosque corriendo por el sendero rumbo a su casa.

Los brigadieres que la siguieron se sorprendieron al ver que subiendo hacia un costado del acantilado había un estrecho sendero que terminaba en una pequeña casa escondida. Las llamas ya estaban al borde de la cabaña y el calor envolvía todo como un infierno abrasador. Al entrar en ella vieron al hombre que estaba postrado en cama, el humo ya comenzaba a entrar por las rendijas y el calor era sofocante. Al preguntarle por la mujer, él les respondió que ella había salido en busca de su hija. Cargando al hombre en brazos, los bomberos salieron de la cabaña para dejarlo en un lugar a salvo. Lamentablemente se demoraron demasiado tiempo en trasladarlo y al volver sólo encontraron las cenizas de la pequeña casa en el risco.

Por más que buscaron en todos los alrededores del bosque, nada se supo de la mujer y su hija. Finalmente el fuego fue sofocado tras largas horas de esfuerzo y arduo trabajo. Las cenizas y la desolación eran los únicos testigos del desastre que había arrasado tan hermoso paraje. Al día siguiente la niña apareció deambulando a las orillas del lago, desorientada, hambrienta, con sus vestidos rotos y llenos de hollín, pero afortunadamente no tenía heridas graves que lamentar. Al preguntarle por su madre, la pequeña les relató lo sucedido ese día del incendio. Ellas corrieron por el sendero, pero el fuego les cortó el paso. Al verse rodeadas por el fuego y sintiéndose sofocadas por el calor y el humo, ellas llegaron al borde del acantilado. La mujer abrazó a su hija y ambas saltaron al lago desde lo alto del risco, tras sobrevivir a la caída, juntas nadaron hasta la otra orilla. La mujer le pidió a su hija que la esperara ahí un momento, mientras ella iba por ayuda; finalmente la ayuda llegó pero la mujer nunca má
s regresó y nunca se supo nada de ella.

Se decía que a veces la mujer aparecía a las orillas del lago con sus largos vestidos negros y mataba a aquellos hombres que no la querían escuchar; pero hasta ese día no había escuchado de nadie conocido que la hubiera visto con propios ojos. Pero esa noche cálida, yo era testigo de su fantasmal aparición. Todo eso llegaba a mi mente mientras corría por el bosque y me internaba cada vez más sin rumbo fijo, sólo seguía el sendero que iluminaba la luna hasta donde pudiera escapar de ella.

Hice una pausa tras unos árboles y la suave brisa pareció detenerse de improviso, las ramas que se mecían quedaron como petrificadas y los insectos que cantaban armoniosos a la luna callaron. El silencio profundo estremeció mi corazón, mis brazos se entumecieron del miedo pero mi piel estaba ardiendo. Mis pies estaban pegados al piso y el aire que respiraba se hacía cada vez más denso. La silueta de la mujer apareció nuevamente entre las sombras y su largo pelo negro reflejaba la luz mientras su cuerpo flotaba hacia mí.

—¿Por qué me sigues, qué tienes contra mí?... Yo también conozco ese dolor de perder a quien se ama y quedar sólo sin rumbo, sin deseos de vivir.

Pero en esta ocasión mis palabras no tuvieron ningún efecto sobre ella y continuaba acercándose más y más hacia mí. Sacando todo el coraje desde el fondo de mi corazón, comencé a correr nuevamente entre los árboles y senderos poco transitados. Los árboles eran más pequeños en esa zona del bosque y de pronto me vi en medio de un claro donde apenas crecía la hierba. Sin darme cuenta, me encontraba cerca del acantilado donde el fuego había arrasado todo a su paso. Frente a mí estaba el lugar donde alguna vez estuvo su casa que fue arrasada por el fuego y que nunca más fue reconstruida.

Seguí corriendo con todas mis fuerzas porque sabía que ella estaba muy cerca. A unos metros del borde tropecé con un viejo bloque de cemento que estaba cubierto de hierba y musgo. Desde el suelo me arrastré para verlo más de cerca y me di cuenta que en él había un epitafio recordatorio en memoria de aquella mujer que nunca volvió a su casa después de ese día infernal. El monolito indicaba la misma fecha de hoy, pero hace más de setenta años atrás; ese día era el aniversario de aquel desastroso momento que le costó volver a ver a su querida familia.

La leyenda cobraba sentido frente a mis ojos, el corazón me palpitaba aceleradamente, el aliento volvía a faltarme y el aire se hacía irrespirable a mi alrededor. Se me erizaron los pelos del cuerpo y sentí su oscura presencia acercándose una vez más a mí; yo ni siquiera quería voltear a verla, porque sabía que ella estaba allí. Comencé a gatear hacia el borde, alejándome lentamente del monolito de cemento, sólo deseaba que ella no me siguiera, que no se hubiese percatado de mi presencia en ese lugar. Sólo rogaba que las sombras de la noche me mantuvieran oculto a sus ojos y que el recuerdo de ese lugar la distrajeran para poder escapar nuevamente.

Mis ojos encontraron la imagen del lago al llegar al borde del acantilado, me volteé para mirar atrás; pero ahí estaba ella a unos cinco metros frente a mí. Sólo había una manera de escapar de ese lugar y del destino de muerte que me esperaba. Mientras ella se me acercaba cada vez más y sin pensarlo dos veces; me levanté, tomé impulso y salté al vacío. No sabía cuantos metros había hasta llegar al agua o la profundidad a la que caería, no me importaba nada. La caída me pareció eterna y finalmente mi cuerpo se sumergió en el lago. Al salir otra vez a la superficie, nadé sin parar la misma distancia que según la leyenda, ella habría recorrido hasta la otra orilla para escapar del fuego. Desde lejos yo escuchaba el susurro de su voz que se perdía en la soledad de la noche.

Esa fue la única vez que me encontré con ella y la verdad, no me gustaría repetir la experiencia otra vez. Pero muchas preguntas quedaron rondando en mi cabeza desde ese día, todas ellas sin respuestas. Mi corazón quedó prendido de un fantasma que sólo buscaba quitarme la vida; había sido tan intenso ese momento y tan reales las palabras que salieron de mi boca, que todos esos recuerdos me atormentaban hasta el día de hoy. Finalmente me quedé viviendo en la cabaña de mis padres y cada noche de luna llena abro las ventanas y veo el reflejo de su figura en el agua o al menos eso quisiera ver. Quisiera presenciar sus hermosos ojos una vez más, acariciar su blanca piel y besar sus rojos labios que casi me quitan el aliento.



Publicación reeditada 2012


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sábado, 21 de julio de 2012

LA PUERTA DE LA LUNA



LA PUERTA DE LA LUNA
(Secuela de la historia "Las puertas del sol")



El corazón aún me latía aceleradamente, podía sentir como la sangre corría por mis venas y punzaba fuertemente en mis sienes. Mi cabeza parecía que estallaría en cualquier momento, mientras un sudor frío mojaba mi espalda. El mar nos llevaba a través de sus inquietas olas y sólo ellos sabían a donde íbamos. En gran medida yo me sentía custodiado y a salvo, aunque no niego que aún no me reponía de la impresión de esas caóticas últimas horas. Aún así miraba con algo de resquemor a los nativos con los que habíamos abandonado la isla; ya antes me había confiado de los guías que contactamos y todo había terminado en un gran caos.

También llevaba muy fresco en la memoria el recuerdo de los eventos desafortunados por los que había pasado y que finalmente me habían llevado hasta allí. Hacía unas pocas horas yo era parte de una expedición junto a cuatro personas más, dos botánicos y dos arqueólogos dentro de los cuales estaba mi amigo David. Juntos habíamos organizado ese viaje y contratamos a seis nativos que nos sirvieron de guía y como cargadores de nuestras provisiones. Pero después que ellos nos engañaran y nos llevaran prisioneros a su aldea, terminé convirtiéndome en un afortunado sobreviviente.

Tenía una pena inmensa por haber perdido a mis compañeros y mucho más profunda por mi amigo del alma David. Quien hubiera pensado que nuestra aventura encontraría semejantes vueltas y que al final del recorrido, sólo uno de nosotros quedaría vivo para contar nuestra historia. A la distancia aún se apreciaba el volcán humeando mientras nos alejábamos cada vez más de esa selva. Atrás quedaban los recuerdos, los hermosos parajes y la visión de ese grandioso templo cubierto de oro.

El sol ya se encontraba bastante alto, por lo que asumí que era cerca de mediodía. La gente que compartía su bote conmigo me miraba y se sonreían, toda esa situación me hacia sentir demasiado incómodo, pero a la vez feliz de haberlos conocido y que me salvaran la vida. Poco a poco nos acercábamos a una nueva isla que parecía ser mucho más pequeña que la anterior, pero por algún motivo ellos habían escogido ese lugar para arribar.

Una vez en la costa, desembarcamos y comenzamos a trasladar todo lo que traían en los botes al interior de la isla. Ellos iban delante de mí caminando entre los árboles, abriéndose paso entre la selvática vegetación como si supieran con toda certeza hacia donde se dirigían. Finalmente llegamos a una planicie que ya estaba edificada. Al parecer los Ikirumi, como después supe que se hacían llamar, esperaban ese evento hacía mucho tiempo, y lo avanzado que estaba la construcción de la nueva aldea daba cuenta de eso.

El mismo hombre que me sacó en su embarcación hasta llegar a esa isla, ahora me ubicaba en una tienda provisoria hecha de pieles, mientras el resto de los nativos seguían transportando sus cosas desde las embarcaciones a la nueva aldea. Quise levantarme para ayudarlos pero me fue imposible, las personas de la aldea se me acercaron, me rodearon trayendo dátiles y frutos para que yo comiera y descansara. Mi estómago agradecía sus bondades ya que llevaba horas sin comer bocado y tenía mucha hambre a pesar del enorme banquete que habíamos comido la noche anterior.

Al fin después de un par de horas, ya habían trasladado todo lo necesario al interior, y cada uno con sus familias se habían instalado en sus chozas. Mi nuevo amigo Teiki, que tan gentilmente me facilitó su tienda de pieles, se acercó para compartir algo de las frutas que me habían traído los demás. Luego de permanecer sentados unos minutos sin decir nada, él me tomó del brazo para que me levantara y lo siguiera. Con una alegría inmensa reflejada en su cara, me llevó con el jefe de la tribu Ikirumi, se inclinó ante él y yo agaché mi cabeza en muestra de agradecimiento.

Ambos comenzaron a dialogar muy fraternalmente, yo no entendía nada de lo que ellos decían, pero a través de sus gestos pude comprender lo agradecido que su pueblo estaba por haberlos alertado a tiempo del desastre. El jefe se levantó de su asiento y comenzó a gritar a su gente, el resto de la aldea comenzó a acercarse y a escuchar detenidamente sus palabras, luego que terminó de hablarles cada uno siguió haciendo sus labores. Finalmente cuando todos los nativos se instalaron en sus chozas, los hombres de la aldea ayudaron arduamente en construirme una a mí también. Después de un tiempo me enteré que ese gesto había sido por orden explícita del jefe.

A pesar de las dificultades para comunicarnos, ellos me acogieron como uno más de la tribu y me hacían sentir cómodo en ese nuevo hogar. Esa noche dormí cansado por el viaje pero intranquilo por las imágenes que aún se hacían presentes en mis recuerdos. Ver a mis compañeros sacrificados y sus caras sin esperanza al momento que el cuchillo atravesaba sus pechos, me hizo despertar varias veces por la noche con sobresaltos. Sin duda eso sería algo que me costaría dejar atrás.

Los meses pasaron y cada día me sentía más parte de su tribu; yo los acompañaba en sus jornadas de cacería, en la pesca y en otras labores diarias que ellos realizaban. Debo reconocer que era un completo ignorante en esas materias. Muchas veces eran más los peces que espantaba que los que lograba pescar y en varias ocasiones estuve a punto de ser alcanzado por jabalís salvajes mientras huían de las flechas y lanzas de los guerreros. Pero poco a poco comencé a mejorar mis habilidades de cazador hasta ser capaz de conseguir mi propia comida.

Algunos meses me tomó llegar a aprender su extraño dialecto, pero eso me ayudó mucho más para hacerme entender y comprenderlos a ellos también. Lo único que me diferenciaba de ellos era que no me estaba permitido participar de sus ceremonias y rituales. Pero no era algo que me molestara, yo estaba tan a gusto compartiendo cada día con ellos y aprendiendo sus costumbres, que no quería volver a mi vida anterior. Casi en el olvido estaban mis recuerdos de la civilización, las comodidades de una casa o del transporte urbano. Sentía que estaba viviendo un sueño en un paraíso y que jamás quería despertar; ahora ellos eran mi familia.

Teiki me había ayudado mucho en ese proceso de integración y siempre me recordaba lo agradecido que estaba por haberlos alertado a tiempo para escapar. De él aprendí todo acerca de los Ikirumi, ellos eran una tribu pequeña pero muy unida; rara vez entraban en conflictos con otras tribus pero se entrenaban a diario para la lucha, la caza y la pesca.

—No estar en guerra no significa no estar preparado para ella —me decía Teiki y yo le encontraba toda la razón.

También le pregunté acerca de los Paplinko, aunque ya tenía bastante claro cual era su principal preocupación. Teiki me contó que en pocas ocasiones debieron enfrentarlos para defender sus tierras y aunque eran enemigos cercanos, hacía tiempo que estaban en un pacto de paz mutua. Ellos estaban más concentrados en acallar la ira de su dios Kulsa que en enfrentar o conquistar a otras tribus. A pesar de eso, los Paplinko o los hijos del fuego como los llamaba Teiki, no le temían al hombre civilizado. Muy por el contrario habían sido muy hábiles para aprender sus costumbres y su idioma, para acercarse a ellos como amigos y luego traicionarlos. Eso era algo que me había quedado demasiado claro después de mis cortas semanas junto a ellos, pero de no haber sido por esa situación jamás hubiera conocido a esa nueva tribu.

También aprendí que Ikirumi significaba guerreros de la luna. Quizás por eso cada mes ellos celebraban una ceremonia la noche en que la luna llena hacía su aparición. Yo había visto por varios meses cuando los guerreros de la tribu salían temprano rumbo a la selva y no volvían hasta el día siguiente. Pero a pesar de mi naturaleza aventurera y mi curiosidad nunca los seguí a escondidas, respetaba mucho la privacidad de sus rituales, aunque ganas no me faltaban de averiguar qué hacían o dónde iban.

Las semanas volvían a pasar rápidamente, el otoño y el invierno habían pasado y el día de la ceremonia de la luna había llegado otra vez. Pero según mis cálculos esa noche también correspondía al equinoccio de primavera en ese hemisferio. Era el momento en que la noche tenía la misma duración que el día. Con ello también se iniciaba la primavera y según lo celebraban muchas tribus alrededor del mundo, era el inicio de la temporada de la fertilidad.

Tal como yo lo esperaba, los preparativos para esa noche eran muchos más de los vistos otros meses y toda la tribu estaba involucrada en tareas diferentes a las que había presenciado en oportunidades anteriores. Los guerreros más adultos reunían a los jóvenes y los vestían con vistosos atuendos ceremoniales, para ellos había llegado el momento de la iniciación como guerreros de la tribu. Por otra parte aquellos que ya eran guerreros, pero que aún estaban solteros, también eran vestidos con atuendos diferentes. Las doncellas de la tribu, por su parte, eran apartadas desde la mañana para prepararlas para esa noche.

Mientras yo observaba todas las cosas que hacían, los banquetes, las vestimentas y los adornos colocados en las entradas de las chozas, el jefe de la tribu se me acercó. A esa altura yo comprendía perfectamente el dialecto.

—Ya han pasado nueve lunas llenas desde que llegaste con nosotros —me dijo— hoy es tiempo que te unas a tus hermanos.

Al principio no me di cuenta del alcance que tenían sus palabras, primero pensé que se trataba sólo de una invitación a ser parte de la celebración. Pero cuando vi a Teiki acercarse con un atuendo similar al que llevaban los guerreros solteros, me di cuenta que en realidad me estaban ofreciendo la oportunidad de incorporarme definitivamente a los guerreros de su tribu. Al ser parte de los guerreros iniciados, también yo estaría esa noche dentro del grupo aptos para ser elegidos por las doncellas para casarse.

A diferencia de otras culturas y opuesto incluso a mis propias raíces, para los Ikirumi eran las doncellas las que elegían a su marido, entre la multitud de jóvenes sin desposar que aún había. Claro que el orden en que ellas realizaban su elección también dependía de su estatus dentro de la tribu. Ver la realización de esa ceremonia iba a ser algo muy diferente en mi vida junto a ellos. Sin duda que cuando inicié mi viaje no estaba en mis planes desposarme aún, y para ser sincero quizás nunca hubiese pensado en hacerlo. Siempre privilegié mi vida aventurera y desorganizada antes que la formación de una familia. Pero estaba tan agradecido que no podía negarme, menos ahora que me sentía uno más de ellos.

Teiki me ayudó a colocarme las vestiduras para la ocasión, unas túnicas nuevas teñidas de rojo, con un cinto alrededor que tenía incrustaciones de piedras brillantes. Como yo tampoco había sido iniciado como guerrero Ikirumi, debía realizar ambas ceremonias ese mismo día, así que primero me reunieron con los once jóvenes que serían iniciados en esa oportunidad. Según mis cálculos era casi mediodía cuando salimos de la aldea con rumbo a la selva; cada uno llevaba una lanza, un cuero con agua y los pies descalzos.

Toda la tarde caminamos por largos senderos, subiendo y bajando cuencas sin comer alimentos, sólo concentrados en cánticos y meditaciones. Luego de varias horas de recorrido, nos llevaron hasta el río donde debíamos llenar los cueros con agua e intentar cazar dos peces. Afortunadamente yo ya me había acostumbrado a salir con ellos en esas tareas, por lo que no me fue difícil conseguir mi propio alimento. Después de capturar los dos peces cada uno, había que prepararlos al fuego, pero sólo uno lo podíamos comer en ese momento y el otro debíamos guardarlo para más adelante.

Una vez saciados y con los cueros llenos de agua, volvimos al sendero principal donde nos esperaban los guerreros y nos entregaron sandalias nuevas, ese era el símbolo del comienzo de nuestros nuevos pasos en la vida. Con ellas caminamos otras largas horas por la selva hasta que finalmente llegó la esperada noche. Los once jóvenes iniciados fueron llevados de vuelta a la aldea, donde debían entregar sus pescados al jefe de la tribu el que los recibiría como nuevos guerreros Ikirumi. Mientras a mi me llevaban a reunirme con los guerreros solteros para dar inicio a la segunda ceremonia. Sin duda que esa era la que me tenía más preocupado y expectante.

Luego de reunirme con los otros siete guerreros solteros de la tribu, los que también cargaban un pescado en sus manos; nos llevaron a otro lugar donde nos dieron algo más de comer y de beber. El chamán de la tribu hacía unas oraciones y unos movimientos con unas ramas que simbolizaban la fertilidad y la fuerza de su sangre guerrera. Seguimos nuestro recorrido por la selva y mientras nos acercábamos a nuestro destino, la luna aparecía imponente en el horizonte y el camino se despejaba del espesor de la selva.

Frente a mí se encontraba la segunda construcción más hermosa que había visto desde iniciada esa aventura. Un extraordinario lugar recubierto de láminas de plata de extremo a extremo, era un gran templo erigido a la majestuosa luna. Yo había recorrido lugares arqueológicos muy renombrados con mi amigo David, grandes civilizaciones en México, Perú y Egipto, pero ese templo sobrepasaba en belleza a muchas construcciones que había visto. Lo más sorprendente de todo, es que era un templo totalmente vigente. Jamás me imaginé que esa sencilla tribu alejada de la civilización tuviera a su haber semejante maravilla. No podía evitar demostrar mi asombro al ver como el resplandor de la luna iluminaba nuestros pasos, mientras el son de los tambores se hacía cada vez más alto.

Cuando llegamos a las puertas del templo, nos colocaron en círculo y sobre nuestras espaldas colocaron una capa blanca que nos cubría la cabeza. Las hermosas doncellas salieron desde el interior del templo, vestidas con relucientes túnicas blancas y velos que adornaban su cabeza. Ellas se ubicaron frente a nosotros mientras los nervios se apoderaban de mí. Ellas se nos acercaron trayendo bandejas de plata reluciente y en ellas debíamos colocar el resultado de nuestra pesca del día. Una vez llenas las bandejas, ellas colocaron brazaletes en nuestros brazos, símbolo del comienzo de ese ritual.

Ese sólo era el inicio de la ceremonia para que ellas pudieran vernos bien. Luego me enteraría que ellas sabían con anticipación a quien elegirían y que sólo los guerreros eran los que permanecían con la incógnita hasta el final. Cada una de las doncellas tomó nuevamente una bandeja y se encaminaron a través de un portal todo cubierto de plata que reflejaba la luz de la luna; era la llamada Puerta de la Luna. Ellas debían pasar una a una por el portal y dar la vuelta alrededor de todos nosotros quitándole la capa de la cabeza a uno de los guerreros por cada vuelta que se concretara.

Ocho vueltas se realizaron alrededor nuestro y yo estaba al final de la fila más nervioso que  nunca. Al verlas caminando entre nosotros sólo podía pensar en quién sería la doncella que me escogería. En todos esos meses había conocido a muchas de ellas aunque no había puesto mis ojos sobre ninguna en particular. Al terminar de descubrirles la cabeza a todos, ellas debían caminar nuevamente por el portal. El orden en que ellas desfilaban ya había sido sorteado previamente y sería ese el mismo orden en que cada una de ellas elegiría a un guerrero. Una vez que cruzaran nuevamente la Puerta de la Luna se encaminarían al final de la primera parte de la ceremonia.

Al salir por el portal la doncella de turno nos rodearía otra vez y se sentaría en las piernas de su hombre elegido. En ese momento el guerrero debía responder a la elección con un beso en la frente si aceptaba o con uno en la mano si no le correspondía. La joven que era aceptada se levantaba en compañía de su futuro marido y juntos entraban al templo donde el chamán celebraría el ritual nupcial. Por el contrario la joven no correspondida debía volver al final de la fila y tenía la opción de escoger a otro guerrero o desistir de su intento de nupcias hasta el año siguiente.

Yo había visto con mucha expectación y alegría como los jóvenes se elegían mutuamente y pasaban frente a mí en dirección al templo. En ese momento la mujer más hermosa de las doncellas de la tribu se encaminaba hacia mí. Mi corazón latió con fuerza al ver como Vikeya, que en su lengua nativa significa la flor de la mañana, se sentaba en mis piernas pidiéndome en matrimonio. En ese momento entendía todo lo sucedido ese día, Vikeya era la hija del jefe de la tribu, sin duda mi participación en ese ritual no era una coincidencia solamente. Pero eso era algo que me tenía sin cuidado, sin duda ella era la mujer que yo hubiera elegido como esposa.

Si bien habíamos compartido mucho cada día, yo había sido muy respetuoso de sus costumbres y jamás me acerqué a ella con otras intenciones, además de sólo saber que ella era la hija del jefe de la tribu, la colocaba en un sitial más alto. Pero cuando dos almas destinadas a estar juntas se conectan, nada las puede separar. La miré a los ojos y la besé en la frente aceptando su propuesta. Sus ojos brillaban de alegría y mi corazón palpitaba a mil de la emoción. Juntos nos levantamos y comenzamos a caminar hacia las puertas del templo. Ahí me encontraba yo, convirtiéndome en parte de los Ikirumi, en esas tierras donde alguna vez casi pierdo la vida, ahora finalmente encontraba a mi gran amor.


Publicación reeditada 2012


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sábado, 7 de julio de 2012

LAS PUERTAS DEL SOL

LAS PUERTAS DEL SOL


A lo lejos se escuchaban nuevamente los gritos de los monos saltando entre las ramas de los árboles, mientras la caravana cruzaba uno de los cientos de senderos que se dibujaban a través del espeso bosque. El viento cálido mecía suavemente las hojas húmedas de los milenarios árboles que nos rodeaban. Mientras el murmullo casi silencioso del río se escuchaba entre los sonidos de la selva. El canto de las aves, los chirridos de las cigarras y el croar de las ranas en el estanque, todo unido en una sinfonía multiforme y al colorido cuadro que se dibujaba frente a nuestros ojos.

Esa era la cuarta semana que llevábamos explorando esos territorios selváticos y aún había provisiones suficientes para varios días más. Pero los guías parecían confundidos y temerosos por algo en particular. De vez en cuando se miraban misteriosamente como esperando que algo se nos apareciera desde lo profundo del bosque. Estaba seguro que no era sólo una sensación personal, tenía casi la certeza que mientras recorríamos esos lugares olvidados, una especie de código se podía ver en sus miradas, sin duda algo les preocupaba.

El grupo avanzaba por la espesa selva, el sol se escondía tras los frondosos follajes, pero ya debía ser cerca de las cuatro de la tarde. El calor era bloqueado en parte por la húmeda selva, pero el sudor nos mojaba por completo la ropa. El grupo estaba compuesto por dos guías, cuatro cargadores, dos arqueólogos, dos botánicos y yo, un aventurero historiador adicto a los viajes. En mi vida había recorrido los parajes más hermosos y los más inhóspitos, los más helados y los más desérticos de toda la tierra. Siempre había un motivo para salir a explorar esta bondadosa tierra.

Éramos once personas inmersas en la selva espesa casi inexplorada, pero muy bien conocida por nuestros nativos compañeros. En nuestro peregrinar encontramos muchas especies de animales que nunca habíamos visto, todo el entorno sobrepasaba con creces todas mis expectativas. Aunque después de cada agotadora jornada, mis piernas ya no eran capaces de moverse un centímetro más. Al menos yo no roncaba como lo hacía el doctor que nos acompañaba, Frank Dalton, un inglés que tenía un doctorado en botánica y estaba recopilando muestras de especies nativas.

Intentar describir la vegetación que nos rodeaba era algo muy difícil, cosas como esas sólo las había leído en libros de botánica y aún así se quedaban cortos en muchos detalles, todo era maravilloso. Los sonidos, el aire y el clima eran algo inimaginable, sin duda esa era una experiencia extraordinaria y única.

De un instante a otro, mientras seguíamos avanzando por esos parajes y el sol de la tarde comenzaba a descender en la lejanía, se produjo un desolador silencio, seguido de un estruendo que obligó a las aves a volar de los árboles. La tierra comenzó a temblar y los animales corrían despavoridos como una enloquecida estampida, mientras nosotros nos afirmamos de lo que podíamos. Después de largos segundos de movimiento, que mas bien nos parecieron interminables minutos, todo se detuvo y la calma volvió otra vez.

Nuestros guías y los cargadores de la caravana estaban de rodillas en el suelo, dando gritos y levantando las manos al cielo como una oración desesperada. Uno de ellos se levantó diciendo:

—Ustedes no son bienvenidos en estas tierras. Deben irse lo antes posible, antes que suceda algo peor...

Sus palabras me hicieron dudar por un minuto de la continuidad de nuestra expedición; pero el espíritu que nos unía era el de enfrentar toda clase de peligros y a lo desconocido. Así que después de discutirlo entre todos, continuamos caminando contra las advertencias de nuestro guía nativo. A no poco de andar, desde el espesor de los árboles se escuchó un zumbido y uno de los exploradores cayó al suelo; luego varios zumbidos más surcaron el aire y a cada uno de nosotros nos llegó un dardo que nos derribó en cosa de segundos. El pinchazo apenas lo sentí en la piel, pero casi inmediatamente sentí las piernas pesadas y mi vista comenzó a nublarse hasta que ya no pude sostenerme en pié.

Lentamente mis ojos comenzaron a abrirse y a dejar atrás la oscuridad en la que se habían sumergido, mis brazos estaban adoloridos y al mismo tiempo adormecidos como mis piernas. No sé cuanto tiempo permanecimos inconscientes. Pero desde donde estaba vi como uno a uno fuimos despertándonos atados a gruesos postes de bambú. Cuando al fin pude distinguir las formas más allá de dos metros de distancia, me di cuenta que estábamos rodeados de nativos. Para mi sorpresa sólo cinco de los once que conformaban la caravana permanecíamos allí; no veía a los guías, ni a los cargadores por ningún lado.

Un hombre de la tribu se me acercó hablándome en su dialecto, mientras alguien atrás de mí tradujo cada una de sus palabras. La voz me era familiar y al girar mi cabeza para verlo, me di cuenta que era uno de nuestros guías. Él caminó hacia el frente mostrándose por completo. Estaba vestido como todos en ese lugar; era evidente que él también pertenecía a esa tribu al igual que el resto de los nativos que estaban en nuestra expedición.

Sin darnos cuenta habíamos sido emboscados por ellos, atraídos como moscas a la miel; fuimos seducidos y cegados por la hermosura de esos parajes, atrapados por nuestro propio afán de aventuras. Con un profundo pesar en mi corazón, bajé la mirada muy avergonzado de haber sido engañado tan fácilmente y pregunté:

— ¿Para qué nos has traído a este lugar? ¿Qué ganas tú con tenernos aquí?

Él tomó mi cara levantándola para que lo viera directo a los ojos y me respondió:

—Soy Tiki Samoa, hijo de la tribu Paplinko, guerreros y guardianes de esta selva; protectores del santuario dorado de Las Puertas del Sol. Ustedes han sido traídos a este lugar para saciar la sed de Kulsa, dios y protector de nuestro pueblo y para calmar su ira contra nosotros…

Miles de palabras vinieron a mi cabeza en ese momento, no sabía qué decir, no sabía si gritar de rabia o rogarle por nuestras vidas. Sólo sabía que nada de lo que le dijese lo convencería de soltarnos. Esas eran sus creencias, era su forma de comprender los sucesos de la tierra y nosotros éramos la solución a sus problemas. Sólo esperaba descubrir pronto el alcance de sus palabras tan severas.

Comencé a hablarle del motivo de nuestra expedición, de los estudios que estábamos haciendo y que no veníamos a destruir ese maravilloso entorno. Pero mientras más me esforzaba en explicarle nuestra visión de la vida, más grande era esa sonrisa burlona pintada en su cara. Quizás muchos antes que nosotros hicieron exactamente lo mismo; he intentaron desesperadamente convencerlo de que los liberara ante la muerte inminente.

Al final y muy en el fondo, yo sabía que nada lo haría cambiar de parecer y guardé silencio bajando la mirada otra vez; él levantó mi cabeza señalando a la distancia la silueta de un cercano volcán humeante. Miré a mis compañeros intentando que alguno me dijera algo que explicara nuestra situación, pero nadie entendía nada. Todos estaban tan confundidos y desesperados como yo; ellos ponían sus esperanzas en mí pero yo no podía hacer nada por salvarnos.

Lo que quedaba del día pasó rápido mientras permanecíamos atados a esos postes, sin embargo los nativos nos dieron de comer en abundancia y saciaron nuestra sed. Parecíamos ganado siendo alimentado para el matadero; nunca, desde que habíamos comenzado esa expedición, habíamos comido tan bien como ese día. Había frutas y carnes en abundancia; carne de ave que parecía ser alguna especie de faisán; la inconfundible carne de jabalí, que yo ya había probado en otras ocasiones y frutas muy jugosas que ni siquiera sabía su nombre o a qué me sabían. Sólo sé que eran un manjar de reyes.

La noche ya caía, por lo que calculaba que serían más de las ocho. Mientras el sol bajaba rápidamente, la luz rojiza del volcán a la distancia se hacía más notoria. Llevábamos casi un mes en esos lugares y jamás nos dimos cuenta de su presencia. Quizás porque la mayor parte del tiempo estábamos inmersos en el gran bosque, y ahora que la vegetación era menos espesa, lo podíamos ver con todo su esplendor. Con danzas alrededor del fuego que nos iluminaba, los nativos dieron inicio a su ritual, mientras al son de cánticos desbordantes, ellos también comían y bebían en abundancia.

Luego de varias horas el fuego seguía encendido; y entre los pasos danzantes de la tribu, un alarido se dejó escuchar desde una de las chozas. Un personaje vestido entero con pieles se hacía presente en medio de las danzas. El chamán levantó sus manos al cielo gritando y luego de algunos giros como un remolino, las bajó señalando a dos de nuestros compañeros. Ellos eran Alexander Stuart, un joven arqueólogo inglés y Alfred Sannen un botánico belga que por primera vez salía en una expedición similar. Obviamente ellos eran los más jóvenes de nuestro grupo.

Los hombres más fuertes de la tribu los soltaron de los postes y los obligaron a beber un fuerte licor nativo. Cuando ya no podían tragar más y pensamos que los soltarían, los voltearon boca arriba y seguían forzándolos a beber más licor. Una vez que estaban embriagados, los soltaron para que caminaran como zombis entre la multitud. Alexander se descompuso al punto de vomitar y desplomarse al suelo casi inconsciente. Por su parte Alfred, que siempre hacía alarde de su resistencia a los licores fuertes, se mecía intentando mantenerse en pié; mientras que los nativos lo empujaban de un lado a otro.

Luego de unos minutos que se divirtieron con ellos y por indicación del chamán, los colocaron sobre una especie de altar de piedra. Ambos estaban tan ebrios que ni siquiera necesitaron amarrarlos para que se mantuvieran quietos. Entre los gritos de la multitud, el chamán levantó un cuchillo enorme y afilado, en ese momento todos guardaron silencio por un instante, hasta que el cuchillo cayó sobre el pecho desnudo de Alfred. La expectante multitud estalló en gritos y danzas nuevamente, mientras el chamán le sacó el corazón, lo levantó hacia el cielo oscuro de la noche y lo lanzó al fuego ante la exaltación de toda la tribu. Luego fue el turno de Alexander.

Después de esa escena sangrienta, el chamán volvió nuevamente a su choza y todo continuó como antes; la música, las danzas y la abundante comida. Nosotros estábamos atónitos ante semejante espectáculo. Tan perplejo estaba, que no vi hacia donde llevaron los cuerpos de nuestros fallecidos compañeros. A esa altura no me hubiese extrañado que luego fueran parte del menú; ya que nos habían advertido de ciertas tribus caníbales, pero no recordaba haber escuchado jamás de los Paplinko.

En mi embriaguez y mezclado con los sonidos de los tambores y los gritos de los nativos, me pareció escuchar a mi amigo David Estuardo decir:

—¿Cómo escaparemos de nuestra condenada suerte?

En efecto, sólo quedábamos tres de nuestra expedición y no había ninguna esperanza de que corriéramos diferente suerte a la de nuestros compañeros. Sólo era cosa de tiempo para que nosotros pasásemos por el mismo afilado cuchillo. David y yo habíamos viajado juntos por muchos años a diferentes lugares; nos conocíamos hacía más de quince años. Él era arqueólogo y un adicto a las aventuras al igual que yo. Cada vez que nos ofrecían emprender un nuevo viaje, no tardábamos en aceptar y unirnos a los recorridos más insólitos.

En esa ocasión, sin embargo, los organizadores de ese viaje éramos nosotros. Nos habían hablado de ciertas historias de templos escondidos y tribus con rituales muy particulares, lo que nos llamó fuertemente la atención. David contactó a Frank quien seleccionó a dos destacados jóvenes en la universidad en la que él impartía clases. Antes de comenzar nuestro viaje investigamos a las mencionadas tribus que habitaban en esos peligrosos lugares. Por esa razón decidimos integrar a nuestro equipo a nativos y guías del lugar que conocieran los senderos y los dialectos, pero nunca pensamos que ellos mismos nos traicionarían de ese modo.

La noche había pasado lentamente y ya comenzaba a aclarar, aunque yo calculaba que faltaba alrededor de una hora para el amanecer. Mis ojos apenas se abrían del todo y mis compañeros habían dormido algunas horas más que yo. Nuevamente el chamán vestido con sus pieles salía de su choza dando órdenes a sus hombres. Muchos de ellos estaban embriagados y se levantaban con dificultad, mientras que otros, que al parecer conformaban una especie de guardia porque sus vestimentas los diferenciaban de los nativos comunes, habían permanecido sobrios. Ellos nos desataron y nos trasladaron por senderos que iban en ascenso a través del bosque, caminamos entre rocas, árboles y helechos hasta llegar a un nuevo lugar al costado de una cascada.

En un pequeño espacio llano se levantaba un altar de piedra y bambú, algunos metros más adelante, frente a la cascada había un portal de piedra perfectamente orientado hacia la salida del sol y completaba el matutino paisaje, el volcán humeante que se encontraba en la lejanía directamente frente a nosotros.

Durante toda la noche sólo había pensado en las mil maneras de escapar, pero viendo el nuevo entorno que nos rodeaba, podía darme cuenta que nada de lo que había planeado daría resultado. Luego de unas palabras del chamán colocaron a nuestro amigo Frank en el altar y sin mucha ceremonia, sólo unos cuantos gritos dirigidos al volcán, el chamán alzó su cuchillo y lo mató. Su sangre caía por una canaleta de bambú hasta llegar lentamente al río para luego caer por la cascada.

Ahora era el turno de David, quien me miraba con ojos resignados, aún incrédulo de lo que estábamos viviendo.

—Espero que sea lo más rápido posible —dijo sin esperanzas de escapar de ese destino trágico que nos había tocado.

Mi garganta se apretó, no pude decirle absolutamente nada, yo estaba choqueado y expectante. Sólo esperaba un milagro para que ambos pudiéramos salir de esa situación con vida. Por un instante recordé una de nuestras expediciones a África, donde David se había contagiado con una extraña bacteria que lo tuvo al borde de la muerte; o en otra ocasión donde fuimos al polo norte y quedamos atrapados en una tormenta blanca que casi nos congela. En esa oportunidad el más perjudicado fui yo, que perdí dos dedos de mi pié izquierdo por congelamiento. Pero aún así habíamos sobrevivido para contarle al mundo las maravillas ocultas de nuestra tierra.

Pero eso era totalmente diferente, no dependía de nuestra voluntad el sobrevivir, ni siquiera de alguna destreza. Aún cuando lográramos zafarnos de las ataduras y escapar, qué rumbo podríamos tomar, cómo atravesaríamos esa selva impenetrable y sobreviviríamos sin comida. Volví mi mirada a David observando con mucho dolor en mi corazón como lo colocaban sobre el altar. Los guardias lo sujetaron firmemente, David gritaba y se movía como una culebra. El chamán volvió a repetir los mismos movimientos anteriores y esas palabras en su lenguaje dirigidas al volcán, y dejó caer el cuchillo dándole muerte sin piedad, para luego arrojar ambos cuerpos cascada abajo.

El único sobreviviente era yo y seguramente por ser el líder del grupo me habían reservado para el final. La claridad de la mañana era cada vez mayor, el sol estaba más cerca de su aparición y todo indicaba que ese sería el momento preciso para mi muerte. El sol aparecería tras las montañas frente a mí, atravesaría el portal de piedra iluminando el altar que entregaría mi sangre a su dios Kulsa. Ellos me colocaron sobre el altar amarrado con los brazos y piernas extendidas; el chamán de la tribu hizo un rito diferente al realizado para mis compañeros. Comenzó con una danza y una especie de oración repetitiva, seguramente estaba esperando que cayera ese primer rayo de luz sobre el altar.

En medio de ese rito un sonido subterráneo se dejó oír, la tierra comenzó a temblar con mucha fuerza y el macizo altar se movía de un lado a otro, y sin mayor aviso el volcán que se veía en la distancia, frente a nosotros, explotó violentamente. Todo se tornó en caos, el movimiento de tierra era tan fuerte que nadie se sostenía en pié, mis ligaduras se soltaron y sentí como se liberaban mis manos y pies. A cada instante el temblor se incrementaba más y más, los nativos se colocaron de rodillas levantando sus manos y sus ruegos desesperados hacia el volcán rugiente.

Yo permanecí inmóvil esperando el momento preciso para escapar. No sabía hacia donde iría, pero al menos debía intentarlo, debía aprovechar esa oportunidad aunque sólo sirviera para demorar mi destino el tiempo que fuera necesario. La calma volvía lentamente a la planicie, la tierra se calmaba y cuando todos se disponían a retomar sus posiciones, yo salté del altar y corrí velozmente hacia la cascada. El sol nos dio en plena cara, ellos sólo pudieron ver mi silueta atravesando el portal de piedra y lanzándome cascada abajo ante la mirada atónita de los guardias de la tribu.

No sabía cuan profundo podía ser el estanque o lo elevada de la cascada, pero a esa altura ya nada me importaba, fue el salto más largo y elevado que había dado en toda mi vida. Mientras iba cayendo en el aire escuché un segundo estruendo que la desesperación y mi pronta entrada en el agua callaron por un instante; al salir nuevamente a la superficie, los gritos se mezclaban con el rugir del volcán.

Me dejé llevar por la corriente del río que varios metros más abajo se calmaba, ahí yacían flotando los cuerpos sin vida de mis desafortunados compañeros. Continué nadando a favor de la corriente hasta llegar a un puente dorado que cruzaba el río. Estaba todo cubierto de oro y sobre él se elevaba un templo con estatuas también de oro. Eso debía ser a lo que se refirió el guía que nos engañó al traernos a ese lugar; el grande e imponente templo dorado de Las Puertas del Sol.

El río atravesaba por debajo de la brillante construcción y continuaba sin parar varios kilómetros más abajo. A pesar de la hermosura de todo mi entorno, yo no podía detenerme ni un segundo a admirarlo, mi vida dependía de dónde desembocara ese río. Por más que miraba hacia atrás, al parecer nadie venía tras de mí; al menos eso ya era un gran alivio. A lo lejos se veía el volcán explosionando con más fuerza y un rugido se escuchaba entre el ruido selvático que había. Las aves volaban fugases, mientras los monos gritaban entre las ramas de los árboles. De manera casi imperceptible la tierra seguía moviéndose suavemente; todo era desolador.

Por la orientación de la pendiente, era evidente que la lava seguiría la cuenca del río directamente hacia donde yo me encontraba, arrasaría la aldea, el templo de oro y todo lo que se interpusiera a su paso. Sólo una pregunta estaba presente en mi mente en ese momento

—¿Qué haré ahora?

Había conseguido escapar con mucha fortuna de los nativos y por la ubicación del sol, las montañas y el río, me sentía más o menos orientado. Sabía que no podía devolverme tras mis pasos, pero también sabía que nadie me esperaba en ningún lado y no tenía idea de donde dirigirme. Tras pensar un momento, decidí salir del río y correr a través de la selva siguiendo de frente con el sol a la espalda.

Ya había perdido la noción del tiempo que llevaba corriendo, el sonido lejano del volcán ya no se sentía en mis oídos, ni tampoco el bullicio de los animales. Me sentía algo agotado y fatigado, cuando de improviso me encontré en medio de otra aldea. Todos los nativos observaron ese inesperado visitante que aparecía desde la espesura del bosque y se quedaba parado en medio de su campamento. Yo no sabía si pertenecían a la misma tribu que me había capturado, pero colocando atención a sus vestiduras, me di cuenta que lo más probable era que no.

Hubo un gran silencio por largos segundos, hasta que un hombre se me acercó e intentó dialogar conmigo en su lengua. Lentamente y sin que se asustara por mi acción, lo tomé del brazo y lo acerqué hacia un claro entre los árboles, para mostrarle a lo lejos la fumarola inmensa que manaba del volcán. El hombre dio voces inmediatamente a los demás habitantes de su tribu y corrieron cada uno a sus chozas en busca de sus cosas. Las familias completas se reunían en medio de la aldea tomando todo cuanto pudieran cargar ligeramente. Mayormente lo que se les veía llevar eran pieles y alimentos, sacos con frutas, carnes disecadas y hatos de ropas.

Yo me mantenía observando todo de manera expectante, impaciente y sin saber qué hacer o hacia dónde ir. El hombre que se me había acercado anteriormente, volvió con su familia y unos sacos de provisiones. Me hablaba en su dialecto y gesticulaba muy aceleradamente, pero yo no lograba entenderle nada. Luego me sujetó del brazo y me entregó sacos de cosas para que yo los cargara, cuando tomé los sacos me indicó por dónde continuar avanzando.

Yo estaba en medio de la multitud corriendo en dirección al río nuevamente, siguiendo al resto de los nativos con sus mujeres y niños. Atravesamos unos senderos muy transitados hasta llegar a la orilla donde había unas pequeñas embarcaciones de bambú que ellos mantenían atadas. En cada bote cabían perfectamente unas ocho personas más todos los sacos que ellos pudieran traer.

Al mirar a mi alrededor me di cuenta que todos los habitantes de esa tribu, caminaban ordenadamente por la orilla y subían a los botes como si hubieran estado esperando que aquello pasara durante mucho tiempo. Nuevamente el hombre que me había entregado los sacos se me acercó indicándome a cual bote yo debía subir. Le entregué la carga para que él la acomodara en la embarcación y cuando todos se habían subido a sus respectivos botes, él les grito unas frases en su dialecto.

Al parecer todos tenían muy claro hacia donde se dirigían, ya que no nos esperaron a pesar de ser los últimos en zarpar. Una vez listos nosotros también, el hombre volvió por el sendero hacia la aldea y en cosa de algunos minutos, volvía con una mirada satisfecha, quizás de ver que nadie se había quedado atrás. Se subió a la embarcación y los hombres que lo acompañaban comenzaron a remar río abajo. Era en una verdadera migración masiva de toda una tribu a causa del volcán en erupción.

Al fin después de largos minutos navegando, el sol alumbró nuestras caras dejando atrás la espesura de la selva, luego el río desembocó en una península por la cual continuamos navegando. Poco más adelante yo podía ver al resto de los habitantes de esa tribu que se enfilaban por aguas más profundas.

Una a una las embarcaciones llegaron a mar abierto y continuaron navegando hasta llegar a una isla cercana donde hicieron una pausa de algunos minutos. A nuestras espaldas la destrucción ya era total, las cenizas, la lava y el fuego arrasaban todo a su paso. A la distancia yo miraba incrédulo la siniestra escena, agradeciendo por mi vida. De un momento a otro yo me había convertido de sacrificio humano para un dios, a ser el salvador de los Ikirumi, la tribu de navegantes que me cobijó desde ese día junto a ellos.



Publicación reeditada 2012

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D. Astorga «´¯`¤.¸¸.°¤¤°


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jueves, 7 de junio de 2012

UN BESO EN LA MEJILLA


UN BESO EN LA MEJILLA


Ese día el invierno había dejado caer su furia como nunca antes lo recordaba, la lluvia torrencial no había parado en todo el día. Ya eran las siete y treinta de la tarde y hacía mucho frío. Mis pies estaban entumecidos y con mucho esfuerzo había mantenido el calor de mis manos para poder escribir sin problemas. Ya había oscurecido hacía más de una hora, aunque ese día el sol se había mantenido oculto tras un manto de nubes tormentosas toda la tarde. La lluvia no daba tregua ni cinco minutos y aún seguía golpeando con fuerza las calles de la ciudad.

Mis clases ya estaban por terminar, y aunque había estado atento y anotado los apuntes de todo lo que dijo el profesor; mi pensamiento y todo mi ser estaban desde hace muchas horas lejos de allí, esperándola llegar. Esa noche mi novia volvía de su viaje de dos semanas y yo quería recogerla en el Terminal de buses a las ocho de la noche.

Al fin el profesor daba por finalizada la clase y rápidamente ordené mis cosas para salir lo antes posible. Me dirigí a la puerta de salida y al mismo tiempo mi amiga y compañera de curso salía de la sala junto a mí. Mientras ambos avanzábamos por el pasillo, nuestra conversación pasó del interesante tema de la clase a la inclemente lluvia que aún caía a nuestro alrededor.

Ambos íbamos en la misma dirección, así que nos acompañamos conversando todo el camino. Las cinco cuadras para llegar al metro se hicieron muy cortas para mí, caminábamos esquivando los charcos de agua y recibiendo el embiste oblicuo de las gotas de lluvia. Ninguno de los dos llevaba paraguas, sólo nos protegíamos de la lluvia con nuestras parkas impermeables y las delgadas capuchas que ellas tenían. Aunque debo admitir que a mi me agrada más caminar bajo la lluvia con mi cabeza despejada, y sentir como las gotas recorren  mi cara. Pero el agua que caía ese día estaba tan helada, que no me dieron ganas de quitarme la capucha.

Al terminar nuestro recorrido, entramos juntos al metro bajando con mucho cuidado por los escalones mojados y el piso resbaloso. Pagamos nuestro pasaje y descendimos hasta el andén mientras el agua escurría por nuestra ropa. Yo comenzaba a sentir los pies más húmedos, pero nuestra caminata había conseguido entibiarlos bastante. Continuamos hablando de todo un poco, mientras esperábamos que pasara algún tren menos desocupado.

Hacía pocos meses que nosotros éramos compañeros en algunas clases y desde el principio ella me gustó mucho. Sus lindos ojos verdes acompañaban unas facciones muy finas y hermosas que me cautivaban, su voz era dulce y delicada y su carácter amistoso era muy parecido al mío. Tal vez ambos vimos en el otro un complemento perfecto y permanecimos cerca el uno del otro, sin hacer nada más que compartir el día a día y disfrutar de la mutua amistad.

Mientras más hablábamos, más cerca sentía su piel de mi piel. Era una sensación extraña de magnetismo que no había sentido en mucho tiempo. Yo miraba sus labios distraídamente y sentía que me perdía en el brillo de sus ojos. Miré sus manos que estaban enrojecidas por el frío y la humedad, mientras que las mías siempre guardaban calor para compartir.

Tomé sus pequeñas y delicadas manos sin segundas intenciones, sólo con el fin de entregarle mi cobijo. Mi piel se estremeció al instante que la toqué y me corazón se aceleró de una manera muy especial, aunque dudo que ella lo notara. La verdad en ese momento sentí que ella me gustaba más que nunca y que era una persona por quien valía la pena jugársela.

Pero había un gran problema que daba vueltas en mi mente más que en mi confundido corazón. No podía dar pié a cualquier situación sentimental, porque yo tenía novia y precisamente en ese instante iba a buscarla de su viaje. Y a pesar que yo nunca comenté mi situación sentimental con mi amiga, no me parecía justo el momento para mencionarlo.

Al fin un tren más vacío pasó y nos subimos al carro que se detuvo justo frente a nosotros. Al ingresar notamos que todos los asientos estaban ocupados, aunque para nosotros no era tema, ya que ambos coincidimos en que era muy incómodo sentarse con las ropas mojadas. Así que buscamos un rincón que estaba más seco y nos sentamos en el piso del vagón, como lo hacen muchos universitarios desinhibidamente para conversar a gusto.

Sus labios rojos se movían suavemente, mientras su dulce voz, sus ojos y su perfume invadían todos mis sentidos, haciendo de mi pecho una tormenta de sentimientos encontrados. Su cara mojada por la lluvia irradiaba una paz que me envolvía por completo.

Mi corazón latía con más fuerza que nunca mientras conversábamos tan cerca y en un instante sin darnos cuenta, entre risas y palabras, guardamos silencio. Nos miramos intensamente cara a cara y nuestros ojos completaron las palabras silenciosas que fluían. Sentí como si en mi interior una cascada de sentimientos se desbordara sin límites. Era como las escenas románticas del cine, donde el silencio de los protagonistas da paso a la música de fondo que culmina en un beso de antología.

Pero eso era la vida real y era nuestro momento. Como si la gente alrededor nuestro no existiera, como si estuviéramos solos en el universo sin nada alrededor. No era necesario decir absolutamente nada, sólo me bastaba con acercarme, tomar su suave cara entre mis manos y besar sus labios que estaban listos para recibirme.

El instante no podía ser mejor para nosotros, pero muy dentro de mí me invadió el temor y el recuerdo latente de mi novia detuvo cualquier reacción de parte mía. Mi racionalidad pudo más que mi instinto y mis impulsos se detuvieron al instante, se congelaron con sólo colocar su cara y su nombre en mi memoria.

Más poderoso de lo que yo sentía por mi novia, fue mi profundo sentido de lo correcto. Ese absurdo remordimiento que me estaba carcomiendo por dentro. Me alejé levemente de ella simulando un estornudo, rompiendo ese momento mágico sin decir nada; yo sabía perfectamente que nunca más volvería a tener una oportunidad como la ofrecida esa noche.

Me levanté del suelo lentamente y sólo pude decirle que ya estaba pronto a llegar a mi estación. Le extendí mi mano para ayudarla a levantarse, mientras mi mente estaba echa un desastre y mi cuerpo realizaba la acción contraria a la que mi deseo me impulsaba. Por dentro maldecía mi mala suerte y mi reacción infantil y moralista por hacer lo correcto.

Ella me extendió su mano y la ayudé a pararse, nuevamente sentí ese magnetismo que venía desde sus manos atravesando hasta el fondo de mi corazón. Por mi mente pasó fugazmente la imagen perfecta para poder reanudar esa instancia con ella:

—Dile que aún es temprano y que la puedes acompañar hasta su estación.

Mientras seguía luchando con mis labios para que pronunciaran esas palabras, en mi mente pensaba que incluso si ella lo quería, yo podría acompañarla hasta la puerta de su casa. Miré el reloj despreocupadamente y sin decirle cual era mi destino esa noche, logré invocar toda mi fuerza interior para decir:

—Sabes, aún es temprano, te acompaño hasta tu estación.

Sus ojos se iluminaron nuevamente, mi corazón se aceleró al punto que mis manos eran como una estufa encendida. Permanecimos de pié esta vez y seguimos conversando de cualquier cosa mientras nos mirábamos. A cada instante rogaba que el metro frenara de golpe, para que la inercia del movimiento la empujara directo a mis brazos.

Las estaciones pasaban muy rápido y ya estábamos pronto a llegar hasta el fin de nuestros caminos. Era el momento decisivo.

—Si la beso ahora la acompañaré hasta su casa y luego veré cómo soluciono lo demás. Si la dejo ir ahora, quizás no vuelva a tener una oportunidad como esta en mi vida, pero dormiré tranquilo esta noche.

El tren se detenía finalmente en su estación, las puertas se abrían frente a nosotros y descendimos junto con la multitud. Para mi no había nadie más en ese andén que ella, el perfume que respiraba era ella, la luz que me envolvía era ella, todo me tenía envuelto en su encanto de mujer. Quizás esperaba un segundo instante mágico que no llegó y aunque toda mi piel y mis labios rogaran por besarla, sólo pude despedirme con un tierno beso en su mejilla y un roce en sus manos mientras nos separamos en el pasillo.

Las puertas del carro se cerraron y el tren continuó su recorrido, mientras la gente subía por las escaleras. El silencio invadió en un momento el andén y sus ojos luminosos no me perdieron de vista mientras la observaba partir. La cobardía había triunfado, contra la osadía de hacer lo que realmente sentía.

Realicé el cambio de andén y me dirigí con prontitud hasta el Terminal de buses para esperar a mi novia. Ella había estado dos semanas lejos y necesitaba estar con ella, besarla y abrazarla; por más que las situaciones se orientaban hacia otro final, nada impidió que reservara mis besos y mis caricias sólo para ella.

Esperé pacientemente mientras la lluvia continuaba cayendo en la ciudad. El bus ya llevaba más de media hora de retraso. Todos los que aguardaban a sus familiares estaban a la expectativa, preocupados e impacientes. Ya había pasado más de una hora del tiempo de llegada y recién avisaron por los parlantes acerca del retraso del bus a causa del clima. Sin dar una hora exacta sólo dijeron que al menos serían dos horas de demora en total.

Yo estaba mojado completamente ya que cada cierto tiempo me acercaba al andén a ver los buses que llegaban pensando que podría ser ella. Volví a colocarme bajo techo otra vez y por mi mente aún pasaban las interrogantes y discusiones morales de lo sucedido. Si hubiera acompañado a mi compañera a su casa, aún hubiera estado a tiempo para recibir a mi novia allí. El momento crítico de más tensión se repetía una y otra vez en mi memoria.

Finalmente después de dos horas más tarde, el bus hacía su ingreso por la entrada sur del Terminal. Ella ya estaba de regreso, de pronto me di cuenta que su padre también había venido a recibirla; eso era extraño ya que hasta donde yo sabía, nadie de su familia vendría a buscarla, pero quizás por la intensa lluvia habían cambiado los planes.

Primero bajaron sus dos amigas con las que realizó el viaje y al verla aparecer en las escaleras, mi primera reacción fue acercarme corriendo a saludarla con todo mi amor. Ella colocó su mejilla para recibir mi beso de bienvenida y su abrazo, fue un cortés compromiso que desmoronó mi mundo en pedazos al instante.

Se acercó a saludar a su padre, mientras yo ayudaba a bajar su equipaje del bus, al volver me dijo que iría con él donde una tía, que si yo quería iba también. No comprendí en ese momento la real intención de sus palabras, así que accedí a acompañarlos pensando que serían sólo unas horas para volver luego a casa.

El transcurso del Terminal a la casa de su tía fue un recorrido muy silencioso, sus manos tibias se oponían a mis heladas y húmedas manos que esperaron bajo la lluvia una eternidad. La estadía en ese lugar fue un tormento que no me gustaría repetir jamás en la vida, su lejanía evidente era una señal inequívoca de que algo andaba mal.

Ese frío beso en la mejilla bajo la copiosa lluvia y el triste pasar de las horas, estaban lejos de esos cálidos segundos frente a mi compañera. Esa magia intensa llenó el verdadero sentido de estar vivo ese día tormentoso. Más adelante en la vida aprendería a responder asertivamente a mis instintos, pero ahora debía pasar el trago amargo de la decepción.

Esos instantes sin retorno permanecen en mi recuerdo con mucho pesar. No sólo por la situación o por dejar ir un momento que hubiera cambiado mi vida, sino porque a los dos días de volver de su viaje, finalmente mi novia terminaba conmigo. Y la única oportunidad real de encontrar un nuevo amor, desaparecía como las aguas de la lluvia de ese día.



Publicación reeditada 2012

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