jueves, 2 de febrero de 2012

EL NOVELISTA




EL NOVELISTA


Una noche mientras escribía mi tercera novela romántica, me sentí saturado, poco inspirado y decidí tomar un descanso para poder despejar mis ideas. Puede que hayan sido cerca de las diez de la noche, en realidad no siempre miro el reloj cuando escribo. En todo el día sólo había conseguido avanzar unas pocas y mediocres páginas, tras borrar falsos comienzos e intentos fallidos de frases sin sentido. Como siempre lo he dicho.

—Si no me gusta a mí, no le gustará a quien lo lea.

Bajé a la cocina a prepararme algo de comer, porque mi estómago con sus gruñidos ya estaba reclamando. Luego de saciar mi hambre, ordené todo en la cocina antes de sentarme en el sillón a disfrutar una película. Era increíble la cantidad de loza sucia que acumulé en pocas horas, si parecía que un batallón había desayunado y almorzado en mi casa.

La temperatura había bajado bastante y me vi obligado a prender la chimenea. Cuando estaba listo para disfrutar las siguientes dos horas frente al televisor. De pronto la luz se cortó sin explicación y mis planes para esa noche se arruinaban. Llamé a Víctor de la parcela vecina y tenía el mismo inconveniente.

—Al parecer es problema en la planta eléctrica —dijo con mucha seguridad.

Qué noche más decepcionante y aburrida me esperaba, y aún no me sentía cansado como para ir a dormir. Encendí un par de velas en el comedor y recorrí la casa asegurándome que las ventanas estaban correctamente cerradas. No es muy inteligente prender la chimenea y que el calor se escape por algún torpe descuido.

Subí a mi habitación a escuchar algo de música sobre mi cama. Aún no perdía la esperanza de que el apagón no durara toda la noche. De todas maneras, dejé encendido el interruptor de mi pieza para que la luz prendiera en cuanto regresara la energía.

Ya llevaba más de media hora tendido en la cama, con los audífonos en mis oídos, cuando la habitación se iluminó nuevamente. Me acordé entonces de las velas en el comedor y bajé a apagarlas. Mientras bajaba las escaleras, la luz comenzó a parpadear y tras unos segundos de indecisa incandescencia, se volvió a apagar.

Por un momento había pensado que podría retomar mis planes para esa noche, pero ese segundo apagón terminó por convencerme de hacer otra cosa. De todas maneras ya me había hecho a la idea de apagar las velas del comedor, así que continué bajando entre las sombras y penumbras. Antes de llegar a ellas, golpearon a la puerta de manera suave, muy sutilmente, casi sin fuerzas.

El estremecimiento inicial del golpecito en medio de la oscuridad, pronto se matizó con la rabia de tener que atender a quien anduviera afuera a esas horas de la noche. Me acerqué intranquilo a la puerta con una de las velas en la mano.

— ¿Quién es? —pregunté con tono molesto y seco.

—Me llamo Sandra y estoy perdida —respondió la voz tímida de una niña.

Entreabrí la puerta sin quitar la cadena y un rayo de luz iluminó su cara dejando ver su silueta entre las sombras.

—Mi hermanito y yo estamos perdidos ¿Nos puede ayudar?

No podía negar que la situación me incomodó bastante; pero qué podía hacer, esa noche nada estaba saliendo según lo esperado y, ahora debía atender la urgencia de esos niños perdidos. Saqué la cadena y abrí la puerta invitándolos a entrar en mi casa. Un viento gélido cruzó el umbral estremeciéndome. La temperatura era extrañamente más baja de lo habitual.

Cerré la puerta y me estremecí otra vez, al ver que ambos niños iban con delgadas chaquetas que seguramente no cobijaban mucho. Nunca había visto a esos niños en los alrededores.

— ¿De dónde son? —pregunté mientras los alumbraba con la vela.

—De la ciudad —dijo ella— fuimos a ver a mi abuelo, salimos a jugar un rato y nos alejamos un poco de la casa. Luego se cortó la luz y no encontrábamos el camino de vuelta y ahora que vimos la luz volver corrimos hasta llegar a tu puerta.

Ella tenía mucho desplante a pesar de tener unos once años y el pequeño con no más de cinco, permanecía en silencio a la sombra de su hermana. Ambos se veían bien vestidos, con sus zapatos llenos de lodo y un intenso olor a humedad que emanaba de sus ropas poco comunes.

— ¿Cómo se llama tu abuelo? ¿Te acuerdas en cuál parcela vive?

—Se llama Alberto y vive al pie del cerro, pero no recuerdo exactamente la ruta.

Yo no conocía a nadie con ese nombre por los alrededores, aunque yo sólo iba por esos lados cuando necesitaba paz para escribir. Así que fui a llamar a mi vecino Víctor por teléfono, posiblemente él sabría quién era. Pero el teléfono estaba como muerto, sin tono. Se estaba convirtiendo en la noche más patética de toda mi vida. No podía echarlos a la calle, así estaba obligado a alojarlos por algunas horas.

Aunque yo ya había comido, los hice pasar a la cocina para prepararles algo caliente, tal vez una sopa. Me parecía lo más acertado para que entraran en calor. Ellos se sentaron en la mesa de la cocina y se mantuvieron en silencio mientras yo les preparaba una sopa en sobre. En cuanto la coloqué en la mesa ambos comenzaron a comer como si no hubieran comido en días. Sólo el leve golpeteo de las cucharas al rozar el plato y los suaves sorbetes al llegar el líquido a la boca se lograban escuchar en el silencio.

— ¿Quieren un poco más? —Pregunté, al mismo tiempo que recordaba las palabras de mi madre— Se sirve sin preguntar, los viajeros siempre llevan hambre.

Ambos asintieron con la cabeza mientras aún tomaban las últimas cucharadas del primer plato. El pequeño no hablaba nada, era muy tímido para su edad. Eran cerca de las doce de la noche y la luz aún no volvía. Ambos habían terminado su segundo plato de sopa, pero seguían tan pálidos como pollos congelados. Resignado a que tendría que alojarlos toda la noche, coloqué un par de leños más en la chimenea para avivar el fuego y fui a buscar mantas para los dos.

—Voy por una frazadas, mientras pueden acomodarse en el sillón —les dije esperanzado que la luz volviera.

Cuando volví con las mantas quedé totalmente petrificado con la imagen que tenía frente a mí. Los pequeños a los que les abrí mi puerta, se habían transformado en dos jóvenes de unos quince años él y veinte años ella. Sus rasgos eran los mismos, sus ropas las mismas, sólo parecía que yo me hubiera demorado años en volver a la habitación.

Mi corazón estaba acelerado al máximo, jamás en la vida había experimentado algo tan sobrenatural como en ese instante. La visión me había dejado perplejo y me costaba trabajo acercarme a ellos. Por más que los miraba no lograba convencerme de que eran ellos, aunque sabía que no estaba soñando.

Con mucho temor me limité a preguntarles si estaban bien. Ellos asintieron con la cabeza. Mi corazón parecía escaparse de mi pecho. Me acordé entonces de una vieja película, donde unas amables criaturas se convertían en grotescos monstruos al darles de comer después de medianoche.

Me acerqué a ellos mientras permanecían sentados. El olor a humedad se volvió más intenso y putrefacto como aguas estancadas. El lodo que en un principio sólo cubría sus zapatos, ahora les llegaba hasta las rodillas. Yo ya no podía pensar con claridad, sólo intentaba no evidenciar el pánico que me envolvía de pies a cabeza. Por mi mente pasaban miles de pensamientos y no tenía respuestas para nada de lo que sucedía.

La escena era espantosa y sólo podía fingir que todo era natural, mientras evitaba que se notara mi cara de espanto y mis manos temblorosas. Les pasé las mantas y me acomodé en el sillón frente a ellos, estaba decidido a no quitarles los ojos de encima en toda la noche. Ella se sentó al borde del sofá y él se estiró horizontalmente acomodando su cabeza sobre las piernas de su hermana.

Permanecimos largas horas en silencio. Coloqué una de las velas sobre la cornisa de la chimenea y las otras dos en la mesa de centro entre nosotros. Eso era lo único que me mantenía alerta y sin cerrar los ojos. El vaivén de sus cuerpos, me hizo comprender que ya estaban en un profundo sueño, mientras yo luchaba por no cerrar los ojos y perderme en la oscuridad.

Cada minuto era interminable, estaba desesperado, horrorizado, no podía ni por un momento permitirme dormir. Las horas habían pasado lentas, la leña aún estaba consumiéndose y el calor era agradable pero no me sentía tranquilo. Me acomodé nuevamente en el sillón para estirar mis retraídas piernas y miré el reloj por enésima vez. Eran las tres de la mañana y había logrado permanecer despierto una hora más.

Mis ojos parecían como dos bloques de cemento y el aire tibio se hacía cada vez más pesado, todo confabulaba para hacerme claudicar. El olor a lodo podrido era insoportable, hasta respirar se hacía tedioso. A duras penas podía permanecer despierto y mi cabeza se balanceaba hacia delante cada cierto tiempo. Mis párpados cansados se cerraban de vez en cuando oscureciendo todo, necesitaba pararme y hacer algo para vencer el sueño.

Me levanté del sillón con tan poca sutileza que al retirar la manta, la brisa apagó las velas sobre mesa. La oscuridad se apoderó de la habitación. Mi reacción fue tal que en dos tiempos, ya tenía la caja de fósforos en la mano para encender nuevamente las velas. Mis manos temblaban y con mucha dificultad conseguí abrir la caja. Los delgados palitos cayeron por todos lados; tomé el primero y comencé a rasparlo al borde de la caja hasta quebrarlo. Uno, dos, tres intentos fallidos y no conseguía que el fuego encendiera. Finalmente la negra cabeza se prendió y pude prender las dos velas sobre la mesa.

Mi respiración estaba muy agitada y la adrenalina corría al máximo por mis venas, eso consiguió quitarme el sueño por largos minutos y permanecer despierto una hora más.

Al pasar las horas y antes que las dos velas se consumieran por completo, esas pequeñas llamas me habían mantenido despierto y luchando contra todo. Pero mis ojos se desplomaban y sin darme cuenta, entre los últimos brillos de las velas frente a mí, sucumbí ante la adversidad.

Las sombras se estiraron hasta cubrir mis ojos, de pronto un torbellino de polvo blanco comenzó a perseguirme y por más que intentaba correr, el torbellino me envolvía. También atraía las nubes del cielo oscuro y las mezclaba con el polvo creando una espesa masa de lodo.

En medio de esa masa de barro comencé a ver las caras superpuestas de los niños que se alternaban. Ellos me miraban con sus ojos oscuros y su presencia maléfica. Yo intentaba escapar de ellos pero la oscuridad comenzaba a hacerse infinita.

A lo lejos podía ver un leve y diminuto punto de luz que se perdía en la infinidad de un campo marchito. Comencé a correr hacia él, pero mis pies se pegaban al piso en un lodo fangoso que me rodeaba. Con cada paso que daba mis pies más se hundían en el negro fango, poco a poco comenzaba a hundirme tratando de avanzar hacia la luz.

Ya tenía medio cuerpo enterrado cuando aparecieron frente a mí los niños y me abrazaban con sus manos llenas de lodo. Pero no era un abrazo de cariño, sino más bien me empujaban hacia abajo llevando mi cuerpo cada vez más profundo. Apenas podía sostener la cabeza levantada intentando respirar con mi boca alzada hacia el cielo oscuro. Casi podía saborear el barro entrando por mi boca.

De un salto volví en mis sentidos dejando atrás esa angustiosa pesadilla. Las velas estaban totalmente apagadas y en la chimenea poco quedaba de las cenizas humeantes. En medio de la oscuridad podía ver sus siluetas inmóviles. Mientras despertaba mi entumecido cuerpo, lentamente la habitación comenzó a aclararse.

El olor putrefacto ya era totalmente insoportable, peor que cualquier cosa que hubiera sentido antes. Me tapé la nariz intentando respirar poco profundo, pero hacía arcadas involuntarias cada cierto tiempo.

Me incorporé con las manos heladas y los dedos de los pies entumecidos. Me acerqué a ellos para despertarlos; primero hablándoles suavemente. Luego los moví, pero mi mano quedó envuelta en un barro negro. La piel se me puso de gallina y la garganta se me cerró sin poder decir palabra. Los jóvenes ahora eran sólo dos cadáveres putrefactos recostados en mi sillón. Estaban cubiertos de ese lodo negro y podrido, llenos de gusanos como si hubieran estado allí por días descomponiéndose. Sus ropas estaban gastadas y malolientes, rasgadas a pedazos y apolilladas. Sus huesudas manos estaban entrelazadas en un tierno signo de afecto.

No soporté la impresión de todo eso y vomité en el mismo lugar. Vacié mi estómago de lo poco que había comido y corrí hasta la puerta para salir a tomar aire fresco. Sentía que el olor estaba impregnado en todo mi cuerpo, de hecho sentí ese maldito olor impregnado en toda la casa por semanas. El sol despuntaba tras los cerros y el calor de los primeros rayos me dio el valor para volver nuevamente a la casa. La putrefacción permanecía en el aire, pero en mi sillón sólo quedaba una masa fangosa descomponiéndose lentamente. Lo que haya sido que alojé en mi casa esa noche había desaparecido dejando su rastro inolvidable en mi mente.

— ¿Quiénes eran? ¿De dónde venían? ¿Por qué se convirtieron en lodo?

Esas preguntas me atormentan hasta el día de hoy, cada vez que cierro los ojos veo sus caras convirtiéndose en estatuas de fango. Ni siquiera fui capaz de volver a escribir novelas románticas y las pocas hojas que escribí ese día fueron también mis últimas en ese género.


Publicación reeditada 2012


(^)(^)
ø(**)ø
ø(**)ø
..°¤¤°.¸¸.¤´¯`» Freddy
D. Astorga «´¯`¤.¸¸.°¤¤°


.

0 comentarios:

Publicar un comentario